sábado, 2 de noviembre de 2013

CÉSAR LÓPEZ




[Si hubiera sido posible...]



Si hubiera sido posible detectar previamente su existencia, su rostro.
un gesto leve de la mano o algo, al menos, en su manera de hablar.
Si alguien hubiera descubierto el modo de eliminarlos para siempre.
Si, en fin, borrados ya, no continuaran siendo estorbo, peso muerto
y doloroso para muchos.
Quizá en la ciudad no hubiesen aparecido, no hubiera habido que sufrir sus
hechos.
Pero resulta que existen, saltan como liebres y como ellas
se multiplican y perturban donde menos se piensa.
y están, entonces, desde la sombras señalando
no importa qué mentira, certeza, odio, cualquier marca.
Tomaron por asalto la ciudad. Aprovecharon su descuido.
Se instalaron.
Desde la infancia, desde los siglos eran admitidos; y en los bancos
de todas las escuelas, en las primeras filas o en las calles de tierra o de
cemento,
tuvieron siempre el ademán, la mano lista para levantarla:
Señorita, fue Juan, fue Pedro, fue María. Y como entonces,
más allá del detalle de la acción, puede que sucediera
que no fueran ni Juan, ni Pedro ni María.
Aunque el tiempo ha pasado y las cosas no son como eran antes.
estas gentes siguen haciendo de las suyas.
Son los acusadores que se alzan contra muchos, no importa
que existiera una razón, ellos torcieron la verdad, inventaron,
magnificaron riesgos y se han ido escudando tras el peligro grande,
cierto, que amenaza a todos.
El señor director, el compañero director de un centro de becados,
tiene un carácter recio, una moral sin tacha y no podría admitir ninguna
falla.
Su tarea consiste, según atribución propia y sostenida
por algún semejante que ordena más arriba,
entre otras cosas, en despreciar la honestidad, la palabra, el trabajo.
Para entender, no se trata siquiera de hurgar en el pasado,
de ver lo que se esconde tras el filo de sus inmaculados pantalones
de dril cien muy bien almidonados.
Quien lo contempla sabe cómo agrega a una falta,
cuando juzga la mierda, la carroña de su vida
y está dispuesto
a destruir el nombre, el pedazo
más noble de cualquiera.
¡Ay de la ciudad que sufre los escarnios! ¡Que se humilla en silencio!
¡Que soporta familias asombradas, y no entiende las nuevas
persecuciones y castigos!
entonces el alumno Juan Jacobo fue arrastrado,
literalmente humillado, fuera de los suyos, llevado a extraños
lugares de hacinamiento y odio que nunca debieron existir.
Fue condenado. Aquel indefenso muchachito
que conocía todos los sitios de la geografía, el rigor
de los campos bajo la lluvia, entre los cafetales del trabajo,
el hambre en el antiguo exilio de sus padres, el miedo
a no ser todo lo que el momento y él mismo le exigían.
Aquel joven fue cercenado.
Hubo complicidad, más que silencio, el gesto torvo y hasta el chiste más horrible y obsceno.
El señor director se pavoneaba, gritaba
apoyado en una supuesta interpretación correcta de la historia
¡También ese! ¡También! (Muchedumbre de gritos y ademanes).
Naturalmente, dijo, que jamás en su vida había temido esa clase de desviaciones.
agregó entonces una risa de anuncio de hormonas masculinas, se tocó el sexo.
es cierto que con cierta dificultad o recato, no se sabe
si motivado por el excesivo almidón de sus pantalones
o por los cincuenta y tantos años que carga entre las piernas.
El alumno Juan Jacobo tenía apenas diecisiete años recién cumplidos.
Casi pudo haber muerto, además de su vida tronchada por un tiempo o tal vez para siempre.
Mezclado a otras gentes ya no humanas.
Con las vergüenzas a cuestas. Inútil. Víctima como tantos.
El señor director fue promovido, y paradójicamente, entre homenajes,
un teatro de la ciudad lleva el nombre de un maricón famoso.


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