Un
primo
Callejón,
regresé.
Sólo en ti la compasión hallé.
Canción popular
Sólo en ti la compasión hallé.
Canción popular
La
calle tiene nombre, un nombre oscuro, sin importancia, como su propia
desembocadura, madura y bien abierta y desdentada. Al final no hay luz sino la
luz que salta desde la piel oscura de mi primo Fernando.
Estamos hablando pero no hablamos porque nuestro silencio se parece, nuestro silencio es casi igual al silencio de las fogatas en Malawi; silencio que perdura y alienta en nuestros poros pero nosotros sin saberlo, sin sospechar que ese silencio es nuestro sólo porque lo trajo algún antepasado tan nuestro como el propio silencio de la bodega entumecida que logró atravesar las dos orillas y el paso de los vientos.
Estamos hablando pero no hablamos porque nuestro silencio se parece, nuestro silencio es casi igual al silencio de las fogatas en Malawi; silencio que perdura y alienta en nuestros poros pero nosotros sin saberlo, sin sospechar que ese silencio es nuestro sólo porque lo trajo algún antepasado tan nuestro como el propio silencio de la bodega entumecida que logró atravesar las dos orillas y el paso de los vientos.
Un
día de octubre, cuando explotó un velero en la bahía de la ciudad y el ruido de
los misiles extranjeros quebraba el tímpano de las lavanderas en el solar sin
pulso y sin olvido, mi primo Fernando, salió de la calle Cristina –una calle
ancha, la calle más ancha de los alrededores–, tumbada casi siempre por los
aullidos de los mataderos cercanos y el silbido implacable de los
ferrocarriles.
Mi
primo Fernando, junto a mí, extraña los bucles insensatos de una prima remota y
el olor de las panaderías de la esquina de Toyo, el aroma del ajonjolí y los domingos
de carnaval corriendo como liebre dormida entre las filas de La Mojiganga.
Mi primo Fernando me cuenta todo esto sin comprender ahora el vaivén presuroso de las bicicletas; sin poder comprender el libre acento de las mariposas sobre las percas de cerveza.
Hemos llegado a una colina chica en Tallapiedra.
Pasa el tren de Santiago y mi primo Fernando se seca el sudor de la cara con una inútil servilleta de papel blanco que está espiando todos mis sentimientos.
Fernando y yo, ante un vórtice de lágrimas negras. Fernando y yo por la calle Empedrado. Fernando y yo, reconociéndonos en el humo especial de los telares de Muralla en agosto.
Mi primo Fernando, con diez tarjetas de crédito en el bolsillo pero sin zapatillas, sin aire, sin idioma:
“Tuve que irme también de la ciudad en donde viví por más de veinte años. No soporté y me fui más al Norte, a un barrio de italianos, empacadores de carne, que tampoco entendieron mi vida”.
Mi primo Fernando en su futuro nómada obsesionado todavía por el silencio de las fogatas
Mi primo Fernando me cuenta todo esto sin comprender ahora el vaivén presuroso de las bicicletas; sin poder comprender el libre acento de las mariposas sobre las percas de cerveza.
Hemos llegado a una colina chica en Tallapiedra.
Pasa el tren de Santiago y mi primo Fernando se seca el sudor de la cara con una inútil servilleta de papel blanco que está espiando todos mis sentimientos.
Fernando y yo, ante un vórtice de lágrimas negras. Fernando y yo por la calle Empedrado. Fernando y yo, reconociéndonos en el humo especial de los telares de Muralla en agosto.
Mi primo Fernando, con diez tarjetas de crédito en el bolsillo pero sin zapatillas, sin aire, sin idioma:
“Tuve que irme también de la ciudad en donde viví por más de veinte años. No soporté y me fui más al Norte, a un barrio de italianos, empacadores de carne, que tampoco entendieron mi vida”.
Mi primo Fernando en su futuro nómada obsesionado todavía por el silencio de las fogatas
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