Hotel
El Congreso, habitación 136
La
lluvia cae como el azúcar
en el
café. Muchas gotas,
mucha
gente afuera, sintiendo
todas
esas gotas en su espalda
rompiéndose
igual que el cielo con
sus
relámpagos. Bostezo. Ahora
la
televisión no para de querer
dialogar
conmigo. Me mantengo
ocupado,
o por lo menos, trato de
fingirlo.
Esta habitación que hoy
habito
se sabe sola y ajena: me
escupe
su silencio; me araña. En
un
par de horas el sol va a tejer
sus
rayos de luz sobre el cabello
de
ella y simulará que un fuego
nace
de ella, que el día pende
de un
solo cabello de ella. Una
guerra
se hará. Pero regresando
al
hoy, a lo que acontece frente
a mis
ojos y cuerpo: este terrible
pensamiento
de la vida, mi vida
y lo
demás. No sé si la pluma
seguirá
su desfile por esta hoja
o
terminará de recaer al arduo
hábito
de caminar de puntitas. Los
lobos
de esta ciudad cosmopolita
aúllan
a la luna. La luz parpadea
pero
poco importa porque madre
duerme,
es víctima del sueño, yo
sólo
consuelo al sueño cuando
consigo
la tregua de soñar con ella.
Sigo
pensando. Pienso. Veo el cielo,
ahogo
dudas. Como si una enorme
sábana
líquida que en sus orillas
tuviera
un bordado de espuma cayera
sobre
mí. Sin piedad alguna, sin
remordimiento.
Ya la noche oculta
algunas
de sus estrellas; el periódico
llega
a la calle y hay olas que hacen
eco
en la costa. Una sirena de patrulla
canta
en estos serenos momentos.
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