Ciudad
de mar interno
a mis padres y
hermanos
Yo
fundé esta ciudad a los quince años:
qué
lentos, tibios ojos conquistaron la piedra
levantaron
un muro, fundieron la argamasa
con
el pecho caliente de quien llegaba
a
ciegas, tropezando su cuerpo
con
la vida.
Concebí
esta ciudad contra mi vientre, como una madre
indómita
y soltera.
Nodriza
de estas calles
quién
pudiera decir que no son mías
si
han secado mi pecho con la sed portentosa
de
los recién nacidos
si
por sentirme madre recuperé mi nombre
las
estrellas robadas al insomnio
de
cuando rompía el mar en mis cabellos.
Llegué
apenas un niño
pero
reconociendo el mineral en piedra que cuajaba:
adamita,
geoda, piel de víbora y ónix
mercurio
y flor del diablo.
Nada
salía de mí
sino
el polvo antiquísimo que todo lo destruye.
El
silencio: aquel ruido interior que tanto duele
hizo
en mi paladar su madriguera.
Pero
el mar pernoctaba solamente porque se oía en las gárgolas.
Animal
de baldío, descendía de mis cejas a los labios.
En la
abierta aridez del horizonte
la
piedra que encontré era una flor volcánica.
Contra
las telarañas del hastío su fulgor parecía
arrebatar
los ojos a mi cara.
Entonces
me di cuenta que morir es quedar uno
inmóvil
mirando
lo que ya no se mueve.
Bajo
la lluvia ajena de esos años
¿quién
abría su paraguas
quién
me ofreció un sombrero?
La
ciudad, sobre todo, que cerraba sus árboles
para
que ni una gota mojara mis mejillas.
Pero
me pongo triste
y no
tengo intención de mencionar la lluvia:
son
las cosas sin nombre las que dañan.
Ahora
soy de cantera: soy la cantera
que
cubre con sus trinos
un
doble campanario.
Fundamos
la ciudad —dijo mi madre
sobre
nuestros abuelos.
Y
porque la nostalgia es un mar que regresa
de
las otras ciudades sumergidas
salí
a nombrar el mundo y fui nombrado
pájaro
aguacero infinito
era
el mar, no mi memoria.
Y
nadie me esperaba: nadie más
que
yo mismo.
Mi
madre remarcaba con su amor —inocente— los troncos de la cerca.
¿Cuál
árbol genealógico quedó de las astillas
con
que ella nos miraba hacer la casa?
Todavía
no sabíamos del viento, las tormentas
la
tribu de jejenes que habrían de ambicionar
nuestros
relictos.
Atrás
venía mi padre: soportando la artesa
las
hogazas; las migas
del
trayecto
nuestros
pasos.
El
mar era el instinto de una raza
la
sangre que nos latía en las sienes.
Y la
que no mirábamos (la ciudad, por ejemplo)
había
que pronunciarla para que fuera cierta.
En
esta fortaleza no ha habido vencedor ni derrotado.
Cuando
llegué, llegamos: mi sombra, mi reflejo
las
tantas veladoras que traen un muerto ardiente.
Sahumábamos
la noche con un coro de espuma:
el
rosario inconcluso de amar
el
nuevo exilio.
No
vayan a decir que no me pertenece, porque entonces
los
cuervos de mi vista devorarán sus ojos
y
ladrarán mis galgos a tanta piedra suelta
y una
mantis enorme invocará el veneno
de
todas las migalas que anidan en mi boca
y
entonces —solo entonces—
regresaré
mis pasos
al
océano natal
de
donde vine.
Hace
un mundo de tiempo que esta ciudad es mía:
la he
mirado crecer, como a los árboles
hacerse
de ladrillos
de
gotas que deambulan
de
los rojos tejados
hasta
la filigrana de algún cancel de hierro.
Mis
ojos adquirieron su forma de planetas
al
mirarla: girasoles
que
siguieron sus pasos en el día;
y en
la noche, dormidos, la aguardaban
porque
habría de llegar
de
una tibia maceta en mi memoria
aquella
rosa
náutica.
También
nací en febrero.
El
amor se me vino como una enredadera
y
conocí los rumbos del colibrí en verano, sus breves picotazos a un cuerpo
milagroso.
Esta
ciudad abierta como una rosa virgen
me
dejaba contar mis aleteos, el olor a membrillo
de la
noche, la luna de narciso.
Habito
lo que observo sin moverme
en el
quieto vaivén de los jazmines.
Por
mis ojos algún escarabajo sale y vuela:
atisba
por los pozos de la tarde
por
si la luna asoma.
Una
vez que la encuentra, retorna a mis pupilas
con
esos resplandores que presagia el insomnio.
No
duermo si la noche —impredecible niña— derrama su rocío sobre mis manos
por
si puebla de grillos y luciérnagas el patio de mi casa.
Nada
es desconocido por mis labios
porque
cuento la vida
con
la voz asfaltada, repleta de motores.
En
cambio, cuando la vida cuenta
me
dice
¾esto
es lo cierto.
Con
tantas oraciones que me caían del alma
vertí
amor y ciudad (piedra con piedra)
por
casi cinco siglos.
Habito
esta ciudad desde mis ojos.
No
existe agua tan sucia que la esconda
o que
no la refleje.
A
veces piedra viva
y en
otras rosa en llamas
dejo
escapar el humo por sus hombres.
«Mi
corazón es la ciudad más grande que conozco»
me oí
decir un día. Pero el amor
la
piedra en el camino
tuvo
que ser labrada y sostenida
para
que ella, otra vez, me sostuviera.
Las
piedras de mi casa no sirvieron
para
afilar cuchillos. Me hicieron rajaduras, moronas
talco
rojo.
Qué
tiempo tan lejano: la soledad
se
fue como una mosca
al
entreabrir la puerta. No quedó ni un zumbido
para
oxidar los muebles
para
habitar la piedra
de
voz
pulverizada.
Las
paredes eran más que la tierra: los límites del aire.
Del
adobe encarnado, la piel amurallada
protegía
un centinela en posición de rezo:
¿qué
mantis religiosa vino a comer de mí después
de
amarme tanto?
¿cuántos
betas (igual que un cabo amarra el aparejo)
con
sus rojas espinas fortifican mi sangre y mis tejidos?
¿cómo
romper el cerco al bogavante
sin
que algún cachalote se suicide en mis ojos?
Esto
es, sin más, la vida: la parte del planeta
donde
los peces nadan, los insectos fornican
y los
grandes crustáceos forman otra ciudad
lejos
del hombre.
Pero
qué hay de la vida en la ciudad
del
hombre
si no
un montón de moscas y algunas ratoneras.
La
ciudad era un gato que maullaba.
Allí
quedó el zapato que había de regresarme:
azul,
sin agujetas
sin
un rastro de chicle que pudiera pegarle
a lo
vivido.
Aprendí
de los gatos a no ser fiel al hombre.
Una
escolta de pájaros anidó en mis costillas.
Alguien
fue en mi silencio larga cuerda.
Anclado
al papalote de esta ciudad
al
aire
¿qué
voy a asir de mí
qué
de la vida
de lo
que no conozco?
Yo
tuve una encomienda:
vigilar
a los gatos de mi vida.
Pero
los quise libres, alejados del techo y de los muros
encendiendo
la noche
en
sus maullidos.
El
humo —desde entonces— también conquistó el viento:
primero
en las hogueras, después en los carruajes
las
fábricas
los
hombres…
Yo
también soy del humo un vástago viajero.
Estoy
en los durmientes, porque en el sueño tuve
convalecencia
y fuga: nada más animal que el humo
que
el hollín, la ceniza…
rescoldos
de ciudad en ciudad
inmolada.
Anduve
por los bosques de mi mano.
Mi
amor era un serrucho que todo lo partía.
Cuando
los ríos de savia colmaron mi antebrazo
intuí
que ya era tarde
para
morir a solas.
Así
que levanté otra enredadera
una
cerca de trigo, algunos pastizales.
Y
esta ciudad que miro —buey echado— tuvo para beber
lo
que yo tuve
de
agua.
A
pesar de los sapos que manejan las charcas a su antojo
esta
ciudad es casi transparente.
Nada
más de beberla, los hombres resucitan.
Cuando
tenía quince años, el río de entre las piedras
me
fue desconocido.
Hoy
resuenan las lajas de la lluvia y corro
con
mis manos en cáliz
contenidas
por
un poco de arena.
A la
ciudad envuelvo en cuatro alfaidas
—mis
mareas cardinales—
para
que, al fin, retorne
hasta
mi fuente
por
grietas y acueductos.
Mis
manos cicatrizan los callos del inicio
de
ese tocar la piedra y desgajarla
humedecer
los muros de una mirada
triste.
No ha
nacido la muerte
que
me impida escudriñar el agua
en su
entrepierna
el
levísimo incienso
que
viene con los pájaros.
Mi
lengua, una llave ambiciosa, ¿en dónde se perdía
que
no me recobrará su cuerpo de jacinto?
Amor:
eso es el miedo, el desconcierto
en
sílabas.
Ser
pobre es estar solo
sin
otra alma en el alma en donde guarecernos.
Oír
caer la lluvia. No mojarnos.
Toda
el agua es terrible cuando la sed es nula…
pero
la tierra es tanta que en la muerte nos sobra.
La
ciudad no comienza ni termina con uno.
Llegué
sobre mis pies: no sé de otra manera
de
caminar despacio.
Sin
embargo al marcharme seré un intruso
anónimo
que
se trague la tierra.
La
luz en las paredes ocupará la sombra que no se echó
a
morir sobre sus versos.
Esta
ciudad ya no tiene memoria.
El
amor se le evade
como
se fuga el humo de la carne quemada.
La
ciudad es de todos
los
que no naufragamos.
El
mar imaginario está en la piel del hombre.
El
mar está en los ojos: lo que miro regresa
se va
tras las gaviotas.
Las
crestas de lo visto se mojan con la lluvia blanquísima
celeste
que
rompe entre las nubes.
Entonces
Dios existe.
Entonces
alguien llora: esta vez de alegría
porque
sigue creciendo
lo
que mira…
porque
sigue mirando
lo
que crece…
La
ciudad es el hombre
al
que uno siempre vuelve
de
uno
mismo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario