lunes, 18 de enero de 2016

LUIS ARMENTA MALPICA



  
Ciudad de mar interno 
a mis padres y hermanos



Yo fundé esta ciudad a los quince años:
qué lentos, tibios ojos conquistaron la piedra
levantaron un muro, fundieron la argamasa
con el pecho caliente de quien llegaba
a ciegas, tropezando su cuerpo
con la vida.

Concebí esta ciudad contra mi vientre, como una madre
indómita y soltera.
Nodriza de estas calles
quién pudiera decir que no son mías
si han secado mi pecho con la sed portentosa
de los recién nacidos
si por sentirme madre recuperé mi nombre
las estrellas robadas al insomnio
de cuando rompía el mar en mis cabellos.

Llegué apenas un niño
pero reconociendo el mineral en piedra que cuajaba:
adamita, geoda, piel de víbora y ónix
mercurio y flor del diablo.
Nada salía de mí
sino el polvo antiquísimo que todo lo destruye.
El silencio: aquel ruido interior que tanto duele
hizo en mi paladar su madriguera.

Pero el mar pernoctaba solamente porque se oía en las gárgolas.
Animal de baldío, descendía de mis cejas a los labios.
En la abierta aridez del horizonte
la piedra que encontré era una flor volcánica.
Contra las telarañas del hastío su fulgor parecía
arrebatar los ojos a mi cara.
Entonces me di cuenta que morir es quedar uno
inmóvil
mirando lo que ya no se mueve.

Bajo la lluvia ajena de esos años
¿quién abría su paraguas
quién me ofreció un sombrero?
La ciudad, sobre todo, que cerraba sus árboles
para que ni una gota mojara mis mejillas.
Pero me pongo triste
y no tengo intención de mencionar la lluvia:
son las cosas sin nombre las que dañan.

Ahora soy de cantera: soy la cantera
que cubre con sus trinos
un doble campanario.

Fundamos la ciudad —dijo mi madre
sobre nuestros abuelos.
Y porque la nostalgia es un mar que regresa
de las otras ciudades sumergidas
salí a nombrar el mundo y fui nombrado
pájaro      aguacero     infinito
era el mar, no mi memoria.
Y nadie me esperaba: nadie más
que yo mismo.
Mi madre remarcaba con su amor —inocente— los troncos de la cerca.
¿Cuál árbol genealógico quedó de las astillas
con que ella nos miraba hacer la casa?
Todavía no sabíamos del viento, las tormentas
la tribu de jejenes que habrían de ambicionar
nuestros relictos.

Atrás venía mi padre: soportando la artesa
las hogazas; las migas
del trayecto
nuestros pasos.
El mar era el instinto de una raza
la sangre que nos latía en las sienes.
Y la que no mirábamos (la ciudad, por ejemplo)
había que pronunciarla para que fuera cierta.

En esta fortaleza no ha habido vencedor ni derrotado.
Cuando llegué, llegamos: mi sombra, mi reflejo
las tantas veladoras que traen un muerto ardiente.
Sahumábamos la noche con un coro de espuma:
el rosario inconcluso de amar
el nuevo exilio.

No vayan a decir que no me pertenece, porque entonces
los cuervos de mi vista devorarán sus ojos
y ladrarán mis galgos a tanta piedra suelta
y una mantis enorme invocará el veneno
de todas las migalas que anidan en mi boca
y entonces —solo entonces—
regresaré mis pasos
al océano natal
de donde vine.
Hace un mundo de tiempo que esta ciudad es mía:
la he mirado crecer, como a los árboles
hacerse de ladrillos
de gotas que deambulan
de los rojos tejados
hasta la filigrana de algún cancel de hierro.

Mis ojos adquirieron su forma de planetas
al mirarla: girasoles
que siguieron sus pasos en el día;
y en la noche, dormidos, la aguardaban
porque habría de llegar
de una tibia maceta en mi memoria
aquella rosa
náutica.

También nací en febrero.
El amor se me vino como una enredadera
y conocí los rumbos del colibrí en verano, sus breves picotazos a un cuerpo milagroso.
Esta ciudad abierta como una rosa virgen
me dejaba contar mis aleteos, el olor a membrillo
de la noche, la luna de narciso.
Habito lo que observo sin moverme
en el quieto vaivén de los jazmines.
Por mis ojos algún escarabajo sale y vuela:
atisba por los pozos de la tarde
por si la luna asoma.
Una vez que la encuentra, retorna a mis pupilas
con esos resplandores que presagia el insomnio.
No duermo si la noche —impredecible niña— derrama su rocío sobre mis manos
por si puebla de grillos y luciérnagas el patio de mi casa.
Nada es desconocido por mis labios
porque cuento la vida
con la voz asfaltada, repleta de motores.
En cambio, cuando la vida cuenta
me dice
¾esto es lo cierto.
Con tantas oraciones que me caían del alma
vertí amor y ciudad (piedra con piedra)
por casi cinco siglos.

Habito esta ciudad desde mis ojos.
No existe agua tan sucia que la esconda
o que no la refleje.
A veces piedra viva
y en otras rosa en llamas
dejo escapar el humo por sus hombres.
«Mi corazón es la ciudad más grande que conozco»
me oí decir un día. Pero el amor
la piedra en el camino
tuvo que ser labrada y sostenida
para que ella, otra vez, me sostuviera.
Las piedras de mi casa no sirvieron
para afilar cuchillos. Me hicieron rajaduras, moronas
talco rojo.
Qué tiempo tan lejano: la soledad
se fue como una mosca
al entreabrir la puerta. No quedó ni un zumbido
para oxidar los muebles
para habitar la piedra
de voz
pulverizada.
Las paredes eran más que la tierra: los límites del aire.
Del adobe encarnado, la piel amurallada
protegía un centinela en posición de rezo:
¿qué mantis religiosa vino a comer de mí después
de amarme tanto?
¿cuántos betas (igual que un cabo amarra el aparejo)
con sus rojas espinas fortifican mi sangre y mis tejidos?
¿cómo romper el cerco al bogavante
sin que algún cachalote se suicide en mis ojos?

Esto es, sin más, la vida: la parte del planeta
donde los peces nadan, los insectos fornican
y los grandes crustáceos forman otra ciudad
lejos del hombre.
Pero qué hay de la vida en la ciudad
del hombre
si no un montón de moscas y algunas ratoneras.

La ciudad era un gato que maullaba.
Allí quedó el zapato que había de regresarme:
azul, sin agujetas
sin un rastro de chicle que pudiera pegarle
a lo vivido.

Aprendí de los gatos a no ser fiel al hombre.
Una escolta de pájaros anidó en mis costillas.
Alguien fue en mi silencio larga cuerda.
Anclado al papalote de esta ciudad
al aire
¿qué voy a asir de mí
qué de la vida
de lo que no conozco?
Yo tuve una encomienda:
vigilar a los gatos de mi vida.
Pero los quise libres, alejados del techo y de los muros
encendiendo la noche
en sus maullidos.

El humo —desde entonces— también conquistó el viento:
primero en las hogueras, después en los carruajes
las fábricas
los hombres…

Yo también soy del humo un vástago viajero.
Estoy en los durmientes, porque en el sueño tuve
convalecencia y fuga: nada más animal que el humo
que el hollín, la ceniza…
rescoldos de ciudad en ciudad
inmolada.
Anduve por los bosques de mi mano.
Mi amor era un serrucho que todo lo partía.
Cuando los ríos de savia colmaron mi antebrazo
intuí que ya era tarde
para morir a solas.
Así que levanté otra enredadera
una cerca de trigo, algunos pastizales.
Y esta ciudad que miro —buey echado— tuvo para beber
lo que yo tuve
de agua.

A pesar de los sapos que manejan las charcas a su antojo
esta ciudad es casi transparente.
Nada más de beberla, los hombres resucitan.
Cuando tenía quince años, el río de entre las piedras
me fue desconocido.
Hoy resuenan las lajas de la lluvia y corro
con mis manos en cáliz
contenidas
por un poco de arena.
A la ciudad envuelvo en cuatro alfaidas
—mis mareas cardinales—
para que, al fin, retorne
hasta mi fuente
por grietas y acueductos.
Mis manos cicatrizan los callos del inicio
de ese tocar la piedra y desgajarla
humedecer los muros de una mirada
triste.
No ha nacido la muerte
que me impida escudriñar el agua
en su entrepierna
el levísimo incienso
que viene con los pájaros.
Mi lengua, una llave ambiciosa, ¿en dónde se perdía
que no me recobrará su cuerpo de jacinto?
Amor: eso es el miedo, el desconcierto
en sílabas.
Ser pobre es estar solo
sin otra alma en el alma en donde guarecernos.
Oír caer la lluvia. No mojarnos.
Toda el agua es terrible cuando la sed es nula…
pero la tierra es tanta que en la muerte nos sobra.

La ciudad no comienza ni termina con uno.
Llegué sobre mis pies: no sé de otra manera
de caminar despacio.
Sin embargo al marcharme seré un intruso
anónimo
que se trague la tierra.
La luz en las paredes ocupará la sombra que no se echó
a morir sobre sus versos.

Esta ciudad ya no tiene memoria.
El amor se le evade
como se fuga el humo de la carne quemada.

La ciudad es de todos
los que no naufragamos.
El mar imaginario está en la piel del hombre.
El mar está en los ojos: lo que miro regresa
se va tras las gaviotas.
Las crestas de lo visto se mojan con la lluvia blanquísima
celeste
que rompe entre las nubes.

Entonces Dios existe.
Entonces alguien llora: esta vez de alegría
porque sigue creciendo
lo que mira…
porque sigue mirando
lo que crece…

La ciudad es el hombre
al que uno siempre vuelve
de uno
mismo.







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