lunes, 18 de enero de 2016

VIOLETA OROZCO




Cómo destruir una ciudad



I

Recorreré la ciudad entera llamándote y tú no vendrás. Yo lo sabré antes de que existas y nazca el dios de la ciudad que vuela y barre con sus ojos las anchas calles, abarcando en su carrera las leguas que nos separan, las lenguas que nos confunden. Porque yo, como él, soy tu ciudad, tu pérdida y tu encuentro, tu alegoría, tu babel y tu cárcel, tu ardor suicida. Soy el lindero, la muralla china. Mi ciudad muerta y viva todavía, mi herida antigua, mi espera demolida en olvidos y distancias, mi guarida temporal, mi energía latente de temporada nueva, mi amor que convalece siempre.


II

Y anduve contigo la ciudad desierta, buscando vaciar mi corazón en ti o en la noche o en cualquier otro contenedor enorme, insaciable, sin memoria.
Y anduve contigo la ciudad de piedra, tratando de ablandar al cemento con mi paso intermitente, tratando de tocarte con el pensamiento, camuflándome en las sombras soñolientas para que nada me pensara.
Y anduve contigo la ciudad despierta en la noche amueblada de luces y ventanas, anduve contigo las distancias que separaban las esquinas sin lustre de la belleza enterrada en el fondo de sus grietas.
Y anduve contigo ciudades desiertas, inventadas por nuestra ignorancia desesperada, por nuestra sed de rastros y significados.
Anduve contigo las sendas y las banquetas que nos iban encontrando. Caminamos sin ver, sin vernos, especulando al otro en su silencio. Con la ciudad muerta alrededor de nosotros, marchábamos infatigables para reconstruir algo que nunca había sido edificado. En la era de los derrumbes y las demoliciones, caminábamos para revivirla, imaginando que podíamos pavimentar el mundo con nuestros pasos, emparejar la tierra con nuestra persistencia. Con la ciudad muerta alrededor de nosotros, caminamos la carretera sin fin como quien tiene un destino.




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