lunes, 1 de febrero de 2016

TOMÁS COHEN



  
A la velocidad del sonido
                                                      para Juana de Ibarborou



Hacia el rubor de rumbos anudados,
hacia su choque en un beso que encalla,
devolviendo minerales a las rocas
que mi río cuesta abajo arañara,
voy hacia antes, voy agua arriba
a verme verla
de pie en su pupila—
Pero clavo ni martillo ese día.
En la turba que dos bocas adiamantan
zumban moscos recados para el ámbar.
Pecas del granito, veo copos, y nadar
hojuelas de hierro a magnetita
por estratos del barniz de su mejilla—
Nunca, no, masca mi alicate
el alambre que su pestaña cosía.
Giro su primer molino de lenguas:
sin idioma, nos salpica el aspa.
Crujen al pálpito vagones
de ramos agonizantes en celofán y,
al son de un pétalo rajado,
una rama de coral derrocharía
cintas rojas por piernas o peldaños—
No, ni desborda su párpado
contra los barrancos que escalo
y muerdo y cargo.
La paz del vergel vicia la cerca,
mis latidos tiran piedras a sus lagos
y me veo verla,
de pie en su pupila,
bajo el techo alocado del gran árbol
que una sola semilla lenta explota.
Minutos, ¡más!, hondura del abrazo
con temblores de una flaca escalera de caracol.
Aún, sí, ojalamos
hebras mirada adentro—
Pero engancha el río, cuesta abajo,
mi carne de ropa, mi rostro de máscara
y mi pupila, sola, atrasada, trota, atrasada
con el trueno del relámpago en las manos.



De “Redoble del ronroneo”

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