Sanctus
El
ángel está hecho a imagen de los pájaros.
Se
parece a mi madre —o mejor:
es mi
abuela.
Ella
es irrepetible.
Tal
vez desde la muerte
no
regresa, como vuelven los pájaros —ángeles terrenales
de
tibia cera y nubes,
pero,
quizá por eso, Dios inventó a los ángeles.
El
ángel es exacto:
cuando
la luz escurre, humedece su cuerpo.
Quien
lo ama no está solo. Sonríe
a los
otros ángeles.
Pero
mi abuela ha muerto.
Zarabanda: retumba
su tambor sobre tu tumba.
Es el
desconocido, el
vulnerado.
Ángel
ebrio de Dios, caído —un par de veces; el ángel
amoroso
cuyo
vuelo guardó bajo la nuca —le decían
«contrahecho»
nomás
por jorobarlo.
Por
el mismo desierto de la vida, sin más agua en su boca
que
sus manos, también se fue mi abuela
con
el fardo de Dios
sobre
su espalda.
Mírame
ahora, mírame Tú con los ojos de animal de los ángeles.
Márcame
para siempre entre los hombros.
Hunde
mi cicatriz como señal de vuelo.
Morir
es solamente tener un punto negro en la mirada.
Yo sé
que moriré, pero no
ahora
que estoy en vida de tocar las alas de los ángeles.
Mi vuelo
ya no será inconcluso: estoy ebrio de Dios
para
igualar los pasos de mi abuela.
Mírame,
Dios, cómo me vuelvo un ángel:
semejanza
e imagen de tus pájaros.
Desde
casa, mis padres
me
custodian.
Zarabanda:
retumba su mirar sobre mis ojos.
para Eduardo
Langagne
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