De
los asesinos
I
Los
asesinos olían a vaca y tierra aunque de común viajaban en jeeps o en
automóviles negros a conciencia. En su niñez compartía con ellos un amor a los
tangos que los hacía llorar de emoción cuando él se detenía al borde de sus
cantinas a escuchar, perdido en la dulzura mortal de los bandoneones. Su
hermano, aterrorizado, le rogaba que siguiera a casa, y ellos sonreían tiernos
y cómplices con sus dientes a caballo: el brillo de sus ojos contrastaba eterno
con el brillo de sus armas.
II
Del
pasto de las fieras también comía su rabia cuando en el desfile de la soledad
oía el murmullo de los asesinos. Si era en la noche arrastraban sus pies como
si fueran chamizas puestas a barrer el patio; si era en la tarde sólo el sol
violento desafiaba la ira de sus armas en la mesa de la cantina. Ganas daban de
sacar la cauchera y ponerlos a raya, pero a doble llave su madre lo encerraba
cuando, antecito de la cena, el toque de queda dictando la soledad se quedaba.
III
De
los sobrevivientes hablaba con H. aquella tarde en Cincinnati y recordamos al
obrero blando de algodón en la fábrica de telas, al limpiador de zapatos en la
Plaza de Caycedo, a la prostituta sin dientes que se llamaba Divina y tenía
una pollera amarilla, y a otros que fueron doctores y abogados con sus tenazas.
Nos quedamos en silencio cuando vino de improviso el aullido de los asesinos.
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