martes, 22 de marzo de 2016

ARMANDO ROMERO



  
De los asesinos
                                                          


                                   I

Los asesinos olían a vaca y tierra aunque de común via­jaban en jeeps o en automóviles negros a conciencia. En su niñez compartía con ellos un amor a los tangos que los hacía llorar de emoción cuando él se detenía al borde de sus cantinas a escuchar, perdido en la dulzura mortal de los bandoneones. Su hermano, aterrorizado, le rogaba que siguiera a casa, y ellos sonreían tiernos y cómplices con sus dientes a caballo: el brillo de sus ojos contrastaba eterno con el brillo de sus armas.

                                   II

Del pasto de las fieras también comía su rabia cuando en el desfile de la soledad oía el murmullo de los asesi­nos. Si era en la noche arrastraban sus pies como si fue­ran chamizas puestas a barrer el patio; si era en la tarde sólo el sol violento desafiaba la ira de sus armas en la mesa de la cantina. Ganas daban de sacar la cauchera y ponerlos a raya, pero a doble llave su madre lo encerra­ba cuando, antecito de la cena, el toque de queda dic­tando la soledad se quedaba.

                                   III

De los sobrevivientes hablaba con H. aquella tarde en Cincinnati y recordamos al obrero blando de algodón en la fábrica de telas, al limpiador de zapatos en la Plaza de Caycedo, a la prostituta sin dientes que se lla­maba Divina y tenía una pollera amarilla, y a otros que fueron doctores y abogados con sus tenazas. Nos que­damos en silencio cuando vino de improviso el aullido de los asesinos.





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