La
bicicleta
La
bicicleta
lanza
su sombra al pavimento
—interminable
cinta—
como
sólo ella sabe.
La
sombra crece, se estira allá, muy lejos,
y
alcanza la otra orilla;
luego
viene y me cuenta
o, si
no,
desaparece,
se pierde en un suspiro
y
otra surge despacio
para
cubrir la ausencia
de la
sombra que somos mi bicicleta y yo.
Continúo
pedaleando,
ruedo
vertiginoso,
me
trago el pavimento de esta noche;
luego
miro el reloj: la una y quince.
Me
hundo lentamente por el paso
a
desnivel, desaparezco apenas,
pero
vuelvo a surgir del lado opuesto
como
si así espantara a una parvada
de
pájaros chillones
y el
mar, atrás, me fuera persiguiendo.
Finalmente,
cansado, adolorido,
me
detengo a las puertas de la casa.
Dejo
la bicicleta en la cochera;
reclino
sus manubrios pensativos
—el
niquelado brillo de su acero—
y mi
propio cansancio de cara a la pared.
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