Los
niños del Dr. Hell
Trazábamos
una circunferencia.
En el
centro, como la marca de un compás,
hacíamos
el agujero
donde
metíamos las canicas
que
el vencedor se llevaba a casa.
Los
grandes odiaban
que
un niño más pequeño ganara;
me
echaban tierra en los ojos
y
atacaban como cuervos.
De
aquella nube de polvo
surgía
la respiración de mi hermano,
el
gordo más ágil del barrio.
Todavía
tengo en mi corazón
su
voz de niño diciendo malas palabras.
Amaba
su heroísmo:
esa
necesidad de salvar mi honor
y el
de la familia.
Mis
piernas dejaban de temblar
y me
lanzaban a la pelea
para
justificar mi sangre en la nariz.
Pero
de los dos, él era Mazinger Z.
Solo
mi hermano pudo derrotar
a los
monstruos mejor armados
de
nuestra niñez.
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