Un día arrojado al vacío
Una
gota de cerveza en el cielo de mi boca
era
todo lo que necesitaba para ser
el
jinete de los caballos llameantes. Ellos cabalgaban
sobre
las columnas que sostenían lo vivido
cuando
la rueda del deseo bajaba por tu piel
como mi
sangre rueda hoy por lo que ya no existe.
En la
calle nadie olvidaba recoger nuestras ilusiones
ni de
besar lo que ahora extraño.
La
felicidad fue lavarse los dientes,
hacer
en el aire la señal de la cruz,
proteger
el amor con bolsas de supermercado
y el
humo en los cines, las enfermerías, esos lugares
que con
los ojos vendados
todavía
reconozco gracias a su perfume.
Después,
alguien con mi cara, bebiendo de un trago tu nombre
caminó
una universidad empapelada por periódicos,
guardando
en su corazón de aullido
el
sueño más hermoso de una vida,
porque
la muerte aún estaba muerta.
De: “El cielo no termina de quemarse”
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