Gran tribulación: 9 de diciembre
¿Recuerdas
aquellos años
cuando
separaba las ramas del abeto
y
acompañaba a mi madre al mercado
para
comprar el musgo con las indígenas sobre el piso;
cuando
me acercaba a esa figura de porcelana
y entre
los niños la arrullábamos antes de llevarla al nacimiento;
cuando
la familia se reunía porque tu hijo había nacido
una vez
más en la Tierra?
¿Lo
recuerdas, Padre,
cuando
alzaba la mirada para verte junto al sol
y te
preguntaba, entre lágrimas, por qué los centuriones
daban
latigazos a tu hijo mientras cargaba la cruz;
cuando
mi alma se sentía abandonada, después de las tres de la tarde,
porque
el mundo se quedaba a merced de los demonios;
y
cuando, tras la misa de media noche,
celebraba
la resurrección?
Esos
días, Padre, no vuelven,
como no
vuelve la culpa por olvidar las oraciones
o el
deseo de disolver una ostia en la boca;
se fue
el hábito de calmar la angustia con un salmo
o de
hablarte por las noches, imaginando que escuchabas.
Creí
que el mundo sería mejor así:
sin
reclamarte cada vez que la maldad se apoderaba de todo.
Por eso
ahora que mis hijos caminan sin temer tu ira,
sin
alzar la cabeza buscando aprobación,
o
respuestas a la enfermedad y la muerte,
una
parte de mí sabe que los traicionó,
pues
caminan sin conocer esperanza alguna
y como
a ti, no la necesitan.
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