viernes, 14 de febrero de 2020

IRIS KIYA





    Cuando niño, me daba miedo sentarme en la mesa del comedor. Mi padre no dejaba de alardear de su persona, se jactaba una y otra vez de sus logros, y cuanto más grande pretendía hacer su figura, más diminutos nos hacía sentir al resto. Este tipo de preámbulos me hacen recuerdo a un tiempo pasado, un tiempo en el que alguna vez encontré el amor. Un amor que se contoneó como una espiga, fue acaso un minúsculo diente de ajo. Las cabecitas de ajo son todo lo que el mundo conoce, pero las hojas, esos 50 centímetros enraizados a la tierra, es lo que permite su crecimiento. Los amores y las personas en general son cabecitas de ajo, y aunque todos tengan aquella corta raíz, no tienen permitido permanecer fuera de la tierra bruta. Estoy siendo transgresor ahora mismo de mi propio texto y de mi propia historia. ¿Por qué escribir sobre mi padre, ajos y amores? Creo firmemente que mi padre, que tenía esa extraña afición por asar la carne y no probarla siquiera, usaba claro está, este condimento. La carne chamuscada con kilos y kilos de ajo deja de ser un plato en la medida que su olor, su tacto, su sabor; pasan a ser un aperitivo para un cubano con hambre en los 90. Un basurero en la esquina de la cocina donde la luz apenas entra por los rincones de una casa que ha sido abandonada por el tiempo y la desgracia.

    Quiero contar los pormenores de los pormenores de esta historia, mi padre, el ajo, los amores.

Mi padre fue una idea de mi abuela,
para tener una idea,
se debe entender un fracaso anterior y posterior.
Eso significa que mi padre
habiendo sido el fracaso de mi abuela,
yo vine a ser el fracaso del primero.
Me resultaba insano siquiera pensar
que yo tendría un fracaso también,
pero lo tuve.
Más este, no fue una consecuencia de la genética.
Fue más bien una cabecita de ajo enraizada.
Ella era un problema crítico a la hora de abordar
        ciertos temas.
Nada ni nadie la podía convencer cuando refutaba algo.
Yo jamás participaba en ese juego comunicativo,
porque la comunicación entre que se asa la carne
y se escuchan los soliloquios de una mujer que habla de sexo y muerte,
no son recomendables,
siempre me sentí traicionado.
Yo solo le decía
-no creo en el mundo del arte de las mujeres que trabajan solo por encanto-
entonces ella alzaba la nariz
y tomaba un puñado de ajos pelados y se los metía a la boca,
se alejaba llorando,
como si estuviera rindiéndole pleitesía
a todos los dioses del Olimpo,
por haber muerto.
Y cuando escupía pedacitos de ajo
en el almuerzo.
Se sentaba en la cabecera de la mesa,
tal como mi padre hacía.
No se jactaba de sus logros,
solo urdía contra la carne en el plato.
A continuación se levantaba
y aquella mirada suya que carecía de brillo
por estar lejos de la luz,
cerca del basurero,
me miraba tristemente.
Yo solo pensaba en esta frase
-el arte es una manera de reconocerse,
por ello será siempre moderno.
Era el quinto plato que echaba a la basura,
tenía apilado un resto de carne
en el basurero.
Mi abuela.
Mi padre.
Ella.
Y yo.



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