sábado, 1 de agosto de 2020

JUAN CARLOS SUÑEN





Cien niños



I

Soñaba entre hojarasca y entre vidrios borrosos hombres acobardados
   envueltos en sus centones, haraposo afilándose bajo el barro. Soñaba
   que la casa se iba de los pequeños, hacia el marrón y el índigo, como una
   mujer enferma cuando el pecho escondido se hace notar de pronto.

Eran las sombras largas, los fantasmas de azolve remisos a deshacerse,
   odiaba cosas para siempre perdidas. Hablaba de ese sueño entre la
   charla atenuada y otras torpezas propias de los proveedores. Y preguntó
   por qué batimos la colada toda la noche, por qué el reloj batiera toda la
   santa noche. No preguntaba por sus padres.

La madre puso un unto privado en las bisagras, pero el chirrido fino se
   escapaba de ellas a lo largo de meses, avisando. Era el lamento de la casa,
   avisando, seguido sólo del sudor, y de ese ahogo que le venía cuando se
   alborotaba la ceniza porque el que bebe ahora en una copa de piedra (y
   aún así no se vuelve más fuerte en su memoria, sino que se hace canto
   en derredor de su raza) se buscaba de nuevo quebrándose en los suyos.

Por fin habló de las casas¹, con la subida, en que todos los muros vacilaron
   a una y las viejas de leche gimieron hasta el alba. Toda la santa noche. Y
   las palabras lo enterraron todo, por segunda vez, bajo el horror de los
   otros.

Estuvo aquí siete años y aprendió a restañar, a tener miedo a lo visible,
   a dar las gracias.


II

El día en que su madre se sacudió la blusa, nos lo trajeron: sucio, descosido    
   y bebiendo sus pensamientos de una larga botella cuyo contenido
   conocíamos apenas por los escasos y mal redactados informes que le
   habían precedido.

Las nubes oscurecían la tarde recién entrada amenazando una lluvia
    última antes del calor, y los pájaros iban y venían los unos agitando a los
    otros sobre el ominoso cemento del patio. Preguntó por qué no había
    barrotes en las ventanas, pero no escuchó la respuesta. Cenó bien,
    y se durmió sin hablar. Pero hubo perros durante semanas, sábanas
    húmedas, insultos. Perros contra la noche del infeliz que no podía hacer
    otra cosa que guardarse su miedo hasta la mañana siguiente.

Luego tomó por otra parte, de repente. Y desaparecieron la enurosis, la
   rabia y el dolor, los perros cuando aún podían ser últiles. Él mostraba su
   mano tras las puertas del barrio y las vecinas le ponían un buñuelo de
   bondad, hermético, rico en óxidos dulces y no en quitar la pena como el
   transparente alcaloide del padre. Quizás llegó a pensar que andar por ahí
   calzado, que jugar en el patio, que apoyar la cabeza en el paño y soñar
   eran buenas andanzas para un niño dejado. Nunca alcanzó a decirnos lo
   que llegó tan pronto, tan de repente armado, hasta el hombre que gana a
   lo vencido y quiere más lo bueno de lo malo.

Se alzó egoísta ante el mundo como un objeto de arte. Faldero en su
   animosa soledad despreciada². Bello siempre en su esquiva
   determinación fotográfica, siempre a punto de ser abatido por un deseo.


¹ En esta última articulación de la imagen antes de despedirla, devolverla material
    al otro lado de una transparencia que la alejará para siempre de la recién adquirida razón.

²Pues si la artesanía es el arte de lo útil, lo fácil o lo obvio, el arte es la artesanía de lo difícil,
lo inesperado y lo inútil. Y ese valor que se sostiene en un trabajo extraordinario de la voluntad
no es ni arbitrario ni perecedero: carecemos de todo derecho a despreciarlo, reclamarlo o usarlo.





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