En
la muerte de la abuela
No
bastara la humillación pública de morir
se espera del cuerpo que cumpla con indiscutible
pompa el intolerable protocolo de ausentarse
la dolida y nocturna asamblea del velorio
la presencia inconveniente de los agentes funerarios
los adornos luctuosos el obsceno maquillaje
del día siguiente, el arrullo de las oraciones, la concisa
ceremonia (no hay mucho que decir, seamos honestos
y suena hasta como insulto que se pregone el nombre de
Lázaro) el ataúd cerrado, el día se pone bonito
-y casi tan inmoral como alguien que haya traído una
corbata con motivos chistosos, la camisa floreada-
en casa, parece que las voces hacen eco como en la sala
a la que hubieran sustraído los muebles y vibrara por eso
el hueco de una extensión desprovista, disímil
el abuelo va a buscar las memorias de infancia (¿por qué
complicada razón omite él los recuerdos de casado?) hay
en su voz alguna cosa de paciente melancolía
como si aceptara, con callada sumisión, que el
tiempo no se detenga y los años nos empujen hacia
un hoyo, nos repriman con tan incivil desdén
lo súbito de la muerte, la presteza del tiempo, la estupidez
de la vida que no va a hallar cura ni razón para sí misma
contra todo yo alardeo el poema, adelanto la derrota
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