¿Y
si nos seguimos viendo?
No
suelo admitirlo, pero fumo más de una cajetilla.
Cada cigarrillo me saca del ruido en la calle.
Paseo
por callejones lejos de la calle principal, sin límites.
Sello mi lengua con dulce y salado, cedo a más sabores.
El
olor a carne con menta a las brasas altera mis gustos.
Mi antojo de tu piel me recoge a medio camino; te busco.
Cuando
la calle se hace estrecha, me orillo y me encuentro.
Es algo que ya sabes: tú y tus canas conocen mis labios.
Se
juntan con las condiciones de mis manos, mis pasos, mis años.
Te acercas con preguntas cuando en la sobremesa mi voz se estira.
Mi
curiosidad se sale de la mesa y te aprovechas del espacio que dejo.
Yo no ocupo mucho espacio cuando mi pecho se abre, justo aquí.
Detrás
de mis costillas se meten tus anécdotas, rozadas con tu lengua.
Me invade el perfume de la coquetería, de tu vida al encuentro de la mía.
Los
alimentos de mi deseo te abrazan; en hamacas escondidas, descanso.
Suelto algunas piezas, pero no te dejo descifrar mis ojos.
Nadie
puede tocar lo que no se nombra, ni encontrar la entrada a este pasaje.
Y sólo a veces te veo (cuando no huyo de tu pulso, cuando me doy permiso).
Me
atrapan las cuencas que no se ven, huecos para halar de tu cigarro.
Prefiero cuando empieza a caer el sol, cuando se va mi resistencia.
En
esta esquina el tiempo se asienta, aquí donde tu nariz se anida en mi cuello.
Pero no deberíamos, y nadie me enseñó a cuidarme del contacto.
Nunca
aprendí qué se hace en las intersecciones con destinos opuestos.
Las convergencias que enciendan pasiones no caben en ningún camino recto.
Justo
atrás, aquí adonde chocamos, dónde se vierten ideas y ah, sí, yo ya sabía.
No importa lo que digas, ni cuanto tiempo dure: nadie se queda en la periferia.
Las voces nos orillan de un lado a otro, avanzo un par de cuadras.
No logro borrar los bordes que nos separan, los espacios en los que no quepo.
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