martes, 18 de mayo de 2021

DANIEL MONTOYA

 

 

 

 

Las tortugas buscan el río

 



Como caballos en una subasta
examinan a los esclavos en el mercado
enfrente de la casa recién alquilada
en la plaza principal de Cumaná.
Su piel brilla por el aceite de coco
que les obligan frotarse en el cuerpo
desnudo y de atlético silencio.
Como caballos en una subasta exploran
con brusquedad sus dientes,
meten los dedos en sus bocas y hurgan
rabiosamente buscando llagas,
buscando secretos o palabras indecibles.
A las mujeres les palmean las nalgas.
A los niños les golpean las piernas
con una vara untada de sangre.

 

Ellos, quietos, dejan hacer.
Cuando el cielo se oscureció, ellos
continuaron de pie, ahí, en silencio;
cuando la tierra tembló (por primera
vez para mí); cuando una lluvia
de meteoritos colmó el cielo de colas
blancas y llameantes; cuando
empacamos los baúles en las barcas
con cuatro mil especímenes vegetales,
ellos siguieron ahí, en silencio.

 

Mientras el caudaloso Casiquiare conecta
el Amazonas y el Orinoco; mientras crecen
los campos de maíz, caña e índigo;
mientras una nube de garzas, flamencos
y patos salvajes sobrevuelan el lago
Valencia al atardecer; mientras las serpientes
de nueve metros se arrastran
en el bosque y las palmeras con flores rojas
y los cangrejos azules y amarillos
son batidos por el mar y por el viento
ellos siguen ahí, de pie, en silencio.

 

No importa que los vendan y vengan otros,
siempre serán los mismos como lo son
las hormigas y las chicharras,
como los son las abejas y los primates.
Siempre serán mujeres, niños y hombres.
Mujeres de nueve años, las más
apetecidas por los traficantes desde los
tiempos de Cristóbal Colón,
o veinteañeras sin críos pero con abundante
leche (y le oprimen con fuerza
las tetas para comprobar los hechos).
Hombres macizos para exprimir
en las plantaciones de plátano y en el campo.
Y niños ágiles para estos vientos.

 

Generación tras generación han estado
aquí, de pie, sin poder seguir su curso,
como esos huevos de tortuga en las playas
del Orinoco que nunca llegan al río:
los misioneros los recogen y elaboran
con ellos finos aceites para iluminar
sus viejas iglesias
atestadas de hongos y termitas.

 

 

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