Qué
bien sé lo que quiero
Qué
bien sé lo que quiero: sólo un trozo —con rocas,
junto
al río Voltoya—de la provincia de Ávila.
Sólo
un trozo de monte de encinas y berruecos.
Sólo
un monte con grandes encinas distanciadas
en
sus faldas rocosas, amplias, largas y diáfanas,
muchos
días seguidos, antes de entrar en Ávila
(por
las calles prosaicas de las afueras, entre
madrugada
y conventos de clarisas, bernardas,
carmelitas
descalzas), con el alma descalza.
Sí,
ese trozo (con rocas y encinas) me prepara
para
la entrada en Ávila, me instala en su tardanza,
me
sujeta a su mucha claridad de horizonte,
me
quita de los ojos lo que todos prefieren,
me
deja en equilibrio de piedra caballera
y en
pujanza absoluta de azul sin importancia.
Es
un trozo tan alto de fatigas, tan fino
y
ocioso de matices, tan activo en suspenso
—a
pesar de la sombra creciente del barranco—
que
al llegar el crepúsculo no hacen falta campanas.
Es
un sueño perpetuo de nieve o sol de agosto
y
alegres margaritas de primavera escasa.
Es
un trozo —y un solo pajarillo que canta—
con
vegas del Adaja, y aun del Eresma, lejos,
y
cerca una pequeña ciudad amurallada.
¡Qué
bien sé lo que quiero!: quedarme entre sus rocas
y
encinas, oponiéndome a todo lo que sea
merma
o deformación política del alma.
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