El
acantilado de Beeny
Oh,
el zafiro y el ópalo de este errante mar de occidente,
y una mujer en lo alto con el cabello al viento cabalga sonriente,
la mujer que amé tanto y que me amó fielmente.
A
nuestros pies el rugido continuo y las lejanas olas de la mar
semejaban un cielo inferior, engolfado en su propio palpitar,
mientras reíamos alegres en aquel mes de marzo que no podré olvidar.
Una
pequeña nube nos ocultó, y brotó una lluvia irisada,
y se tiñó el Atlántico de una imprecisa y leve pincelada,
luego salió de nuevo el sol y de un tono purpúreo quedó la mar bañada.
En su profunda y abisal belleza aún el viejo Beeny ocupa bajo el cielo su
lugar,
pero ella y yo el próximo mes de marzo no volveremos allí de nuevo a pasear,
ni las dulces palabras que dijimos se volverán a escuchar.
Pues
aunque todavía la abisal belleza se alza en aquella agreste ribera de
occidente,
la mujer, a la que el pony llevaba a paso de andadura está ahora ausente,
ya no sabe de Beeny ni le importa y no volverá a reír jamás alegremente.
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