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Canción
de bienvenida
Aquel
momento, siempre, de llegar
con el anochecer
y enseguida asomarnos al balcón
sin deshacer siquiera el equipaje,
se parecía a un rito.
La
calle, entre dos luces,
muy confusa a esas horas, que pasaba
del ruido de los cierres en las tiendas
a las risas y voces que anunciaban
un público distinto.
La
oscuridad detrás, que nos decía
la presencia del mar a nuestra espalda
–su jadeo invisible–,
el animal del mar, agazapado.
Y el intacto deseo
de
los días enteros por delante,
con
gusto refrenados
en la ilusión, lo mismo que un encuentro
–lo mismo que un amor ni un solo instante
todavía rozado por el tiempo.
De:
“Los verdaderos domingos de mi vida”
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