El
inquilino
(a Paul Bowles)
Sonaba
en la calle una grabación de la cofradía gnaua
en
un charco turbulento
y el
inquilino se despertó confuso,
con
profunda sensación de desamparo.
Paseó
la vista por la habitación en penumbra
y
advirtió que aún faltaba hasta que le sirvieran
su
acostumbrada infusión de especias,
y
con el corazón fúnebre de una rosa
me
confesó que se durmió vestido.
Le
dije que yo también me despertaba
con
sabor a arena en la boca
y
que nunca había asistido a una ceremonia secreta
de
ñáñigos en Cuba. Él sí.
El
día había comenzado con signo favorable
y de
nuevo se escuchó la música en la calle,
un
grito de mujer, y las palabras dejaron de contar
para
ser dulce deleite del idioma
en
el bochorno salobre de la tarde.
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