Grasa
El
puesto de Lety a la orilla de la carretera, debajo
de dos focos, humea como el esqueleto de un carro
quemado junto al fuego. Su radio en AM derrama
noticias por una hora más. La muñeca de esta mañana,
herida otra vez, mientras ella saca del huacal
una bola de masa, la aplana entre sus palmas
como si aplaudiera, le pone un poco de agua,
más masa, se limpia la frente con el dorso de la mano;
las plantas de los pies, callosas, le pulsan.
Su vida ha sido así por algún tiempo, el final de este día
se abre paso entre platos a medio comer, esparcidos sobre
las vetas de la mesa de madera gastada. En la masa en su mano,
pone el relleno de chicharrón y frijoles fritos, a veces
pedazos de queso y ayote picado, junta las orillas para hacer
un puño, amasa otra vez, palmea otra vez, hasta formar
un círculo perfecto. La grasa debajo de sus brazos se menea,
su delantal —sus volantes amarillos manchados
y piñas como bolsillos—, ajado como una bandera caída.
Este olor a tostado, como un viento de invierno que arrastra
su cola por los campos, saca de entre la maleza a un hombre
llamado Licho, su barba espesa como hojarasca.
Él mastica como si no hubiera comido en días,
y ya puede perdonar a su patrón, incluso darle
las gracias, por el puñado de monedas de diez centavos,
todavía tibias en su mano. Ella puede ver que es viejo
por la forma en que brillan sus ojos, una máquina agrícola
sobre la cual se hubieran marchitado los años.
Él le recuerda a un machete viejo, ya oxidado,
siempre sucio, siempre sudado, hoja
que ha cortado muchas veces el tallo al aire libre.
Se da cuenta de que él ha dormido, sobre
una bolsa de basura del tamaño de su cuerpo,
bajo el rocío, pegado a un tronco, el calor del cuerpo
como sábana. Se da cuenta de que ambos fueron
quemados, oscuros como carbón, en el mismo horno.
Ambos vienen de los mismos caites de llanta y pita.
Ella dora algunas más, saca de un bote una cucharada
de repollo curtido, y le da una bolsa de papel café,
que él se lleva al aceite de la noche. Lo mira
desaparecer, de la misma forma en que un camino
se convierte en una colina empinada, la sombra
de una rama cruza su sombrero. Ella agradece
por el olor a tostado que él se lleva en la ropa,
por el combustible en su estómago, la manteca
que rezuman sus poros, la grasa que lo protege del frío.
De:
“The Gravedigger’s Archaeology”
Versión
de Mario Zetino
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