Wagram
Exangüe
junto al muro que ha temblado
al terrible fragor de la batalla,
un sargento imperial yace postrado,
herido por un casco de metralla.
Mustio…
descolorido… jadeante,
y empapado en su sangre el cuerpo inerte,
¡con qué horrible verdad en su semblante
se retrata la angustia de la muerte!
Como
gotas de plomo, lentas ruedan
por sus hondas mejillas demacradas
dos lágrimas ardientes que se quedan
en los bigotes rígidas cuajadas.
Es
que allá, de la Francia bajo el cielo,
hay seres que por él dolientes lloran
sencillas almas que con santo anhelo,
“que volvamos a verlo” a Dios imploran!
Como
de airado mar, sordos rumores
se alzan de la llanura en los confines;
Redoblan los históricos tambores
y resuenan los épicos clarines. . .
¡Es
Napoleón que pasa! El abnegado
noble guerrero a quién la muerte hiere,
irguiéndose de júbilo inflamado,
“¡Viva el Emperador! “ exclama. . . ¡y muere!
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