Eran
los días tristes de mi mugre
Abrir
estas páginas no envilece la piedad del lector que duerme a pierna suelta, con
una bomba en la mano.
Nada
es oficial en el área en que nos desenvolvemos, todo es algo así como un
incendio que quema y purifica los timbálicos metales de la rosa.
Madrugadas
tristes como aquella en que mi padre lloró y al día siguiente supo que yo había
muerto.
Sonrisas
falsas quebraron el pavimento de mi madre y una cosecha de dientes penetraba en
el silencio.
Los
humos, el humo, el humeante cigarrillo de las moliendas cercanas a mi pueblo
dominan a un campesino dormido y comiendo algo así como soles dorados en su
espalda.
Rompimiento
de bloques que revientan la imaginación y que en un rato de cólera destrozo.
Todo
era trastos viejos en el sillón aquel de la esperanza turbada por motivos
pueriles, que adolecían de vástagos ingenuos y fetos injertados en la
conciencia.
Concavidad
craneal la de los perros que duermen acechando el hueso del hartazgo y
fenecidos sueños se remolinan en sus alrededores.
Y se
creía un héroe aun siendo payaso; le decían el héroe de las risas infantiles de
gente añeja y vencida.
Y se
creía un hombre arrastrando hasta su cuarto vírgenes húmedas de pan y sexo. Y
creía en el poder de los guerrilleros que cortaban caña en los campos de La
Habana.
Y un
quebradientes creía ser también cada noche de boxeo inesperado, o qué sé yo, un
cliente mal pagado que al calor de las copas derramaba lágrimas de versos
quemantes en un insospechado movimiento de poeta bastardo.
En
fin, era un gran amante.
Amaba
las paletas de palitos Foremost para pintar los ojos verdes de su
dueña que le hizo creer gran acierto de la burócrata y peluda maledicencia, de
la embajada cultural de aquel país chiquito donde vivían las hormigas que
picaron muy fuerte, e hicieron derramar la sangre de los muertos que en marzo
querían reventar la primavera de aquel año en que los gorilas se hicieron
vampiros.
Todos
eran bastardos, hasta el sol que desmelechaba sus risas perdidas en el fondo de
un barril en el que se destinaban las sobras del ejército.
Todo
era temor; aun como la pálida canción de la alegría, o la novena sinfonía de
Beethoven.
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