domingo, 14 de diciembre de 2025

RIGOBERTO GÓNGORA

 



Eran los días tristes de mi mugre

  

Abrir estas páginas no envilece la piedad del lector que duerme a pierna suelta, con una bomba en la mano.

Nada es oficial en el área en que nos desenvolvemos, todo es algo así como un incendio que quema y purifica los timbálicos metales de la rosa.

Madrugadas tristes como aquella en que mi padre lloró y al día siguiente supo que yo había muerto.

Sonrisas falsas quebraron el pavimento de mi madre y una cosecha de dientes penetraba en el silencio.

Los humos, el humo, el humeante cigarrillo de las moliendas cercanas a mi pueblo dominan a un campesino dormido y comiendo algo así como soles dorados en su espalda.

Rompimiento de bloques que revientan la imaginación y que en un rato de cólera destrozo.

Todo era trastos viejos en el sillón aquel de la esperanza turbada por motivos pueriles, que adolecían de vástagos ingenuos y fetos injertados en la conciencia.

Concavidad craneal la de los perros que duermen acechando el hueso del hartazgo y fenecidos sueños se remolinan en sus alrededores.

Y se creía un héroe aun siendo payaso; le decían el héroe de las risas infantiles de gente añeja y vencida.

Y se creía un hombre arrastrando hasta su cuarto vírgenes húmedas de pan y sexo. Y creía en el poder de los guerrilleros que cortaban caña en los campos de La Habana.

Y un quebradientes creía ser también cada noche de boxeo inesperado, o qué sé yo, un cliente mal pagado que al calor de las copas derramaba lágrimas de versos quemantes en un insospechado movimiento de poeta bastardo.

En fin, era un gran amante.

Amaba las paletas de palitos Foremost para pintar los ojos verdes de su dueña que le hizo creer gran acierto de la burócrata y peluda maledicencia, de la embajada cultural de aquel país chiquito donde vivían las hormigas que picaron muy fuerte, e hicieron derramar la sangre de los muertos que en marzo querían reventar la primavera de aquel año en que los gorilas se hicieron vampiros.

Todos eran bastardos, hasta el sol que desmelechaba sus risas perdidas en el fondo de un barril en el que se destinaban las sobras del ejército.

Todo era temor; aun como la pálida canción de la alegría, o la novena sinfonía de Beethoven.

 

 

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