El
café de los poetas
Llega
el néctar negro de los antillanos
colándose entre las hendijas y los azulejos ilustrados
del viejo café de los poetas. Un sentimiento muestra
la inquietud del camarero, desnudo, con una servilleta sobre
el brazo y se escucha la canción de Patricio Ballagas
que viene desde una consola negra, frente al café,
puesta en el borde (hacia adentro) de una ventana de la ciudad.
Un abanico y un laúd cierran el paso de las mulas.
Así es el pensamiento y su fragancia en el alma de Teofilito.
Oigo la alarma de los bomberos: un secular incendio
anuncia la convergencia de dos épocas: mantones de Manila
y carteles desmayados de Muñoz Bach apenas sobre el frontón.
En esta ciudad ya no hay ningún café para poetas, ni para ti,
ni para los trovadores que invocan la imagen de Santa Cecilia
mientras tocan su tres y su laúd, ni para el miliciano sediento
pero en eso llega la sombra chinesca de Julián del Casal
que se sienta a tejer en una comadrita desahuciada.
Es un océano de termitas todo el entrave de vigas altas
desde el techo mugriento
pero la comadrita sigue meciéndose
y pasa un cochero con smoking, sonando un cencerro
en un coche de lunas raídas, balbuceando una melodía napolitana
torna a Sorrento y hay una luz blanca como siempre
vertiginosa, poderosa, flamante, para siempre
que invade el tibio anhelo de los poetas
que nos reunimos donde ya no hay nada sino los poetas mismos y sus versos
y el olor del néctar negro de los braceros y de los cortadores de caña.
No estoy mirando ningún grabado de Laplante, ninguna
estampa de Elías Durnford.
No estoy frente a ninguna catarata del Norte frío
Sino frente a una cascada de metáforas lumínicas
y vuelvo a mecerme dentro de un cuaderno
escolar cuyas hojas amarillas, fileteadas de oro, me acompañan
rodeada de luz y de poetas sin mesas, sin sillas, sin café,
hasta que el lente del turista aparece y nos detiene
ante la eternidad reencontrada.
colándose entre las hendijas y los azulejos ilustrados
del viejo café de los poetas. Un sentimiento muestra
la inquietud del camarero, desnudo, con una servilleta sobre
el brazo y se escucha la canción de Patricio Ballagas
que viene desde una consola negra, frente al café,
puesta en el borde (hacia adentro) de una ventana de la ciudad.
Un abanico y un laúd cierran el paso de las mulas.
Así es el pensamiento y su fragancia en el alma de Teofilito.
Oigo la alarma de los bomberos: un secular incendio
anuncia la convergencia de dos épocas: mantones de Manila
y carteles desmayados de Muñoz Bach apenas sobre el frontón.
En esta ciudad ya no hay ningún café para poetas, ni para ti,
ni para los trovadores que invocan la imagen de Santa Cecilia
mientras tocan su tres y su laúd, ni para el miliciano sediento
pero en eso llega la sombra chinesca de Julián del Casal
que se sienta a tejer en una comadrita desahuciada.
Es un océano de termitas todo el entrave de vigas altas
desde el techo mugriento
pero la comadrita sigue meciéndose
y pasa un cochero con smoking, sonando un cencerro
en un coche de lunas raídas, balbuceando una melodía napolitana
torna a Sorrento y hay una luz blanca como siempre
vertiginosa, poderosa, flamante, para siempre
que invade el tibio anhelo de los poetas
que nos reunimos donde ya no hay nada sino los poetas mismos y sus versos
y el olor del néctar negro de los braceros y de los cortadores de caña.
No estoy mirando ningún grabado de Laplante, ninguna
estampa de Elías Durnford.
No estoy frente a ninguna catarata del Norte frío
Sino frente a una cascada de metáforas lumínicas
y vuelvo a mecerme dentro de un cuaderno
escolar cuyas hojas amarillas, fileteadas de oro, me acompañan
rodeada de luz y de poetas sin mesas, sin sillas, sin café,
hasta que el lente del turista aparece y nos detiene
ante la eternidad reencontrada.
No hay comentarios:
Publicar un comentario