domingo, 25 de agosto de 2019

RAFAEL MAYA





Mi domingo



El domingo era el día de los pájaros libres
que paseaban la casa silenciosa y abierta
pues ventanas y puertas daban fácil entrada
al sol, que circulaba por todos los rincones
encontrado las cosas hasta entonces perdidas:
un dedal, una aguja y una hebilla ya rota.
Era el sol como el dueño de la casa, que vuelve
y halla que hasta la llave gira más fácilmente
denunciando unurgente deseo hospitalario.
El sol, como un obrero, pintaba las paredes
de blanco, y proyectaba sobre la superficie
los ramajes del patio, que trazaban dibujos
sujetos a la varia dinámica del viento.
Despertaba, después, a, los Reyes, dormidos
en los tapices, presos de largo encantamiento,
y que se desquitaba de la escoba casera
sonriendo a las Ninfas, cautivas en festones
de flores, entre fuentes y corceles alados.
Mas su mejor encuentro era con los espejos:
el sol no sabía de dónde procedía, entonces
y entre el azul ilímite y el azul enmarcado
prefería tener su origen en el muro.
Después iba sacando de la sombra los vasos
pequeños y los grandes jarrones de cerámica,
y con dedos de oro los modelaba, haciendo
que la luz, como un torno, les diese nueva forma.
Qué juego en las brillantes cerraduras. Un rayo
luminoso, al entrar por el estrecho hueco,
era un estoque en busca de las sombras perdidas
que el sueño, al despedirse, dejaba en las alcobas.
Dueño el sol de la casa, ese domingo ocioso,
conmigo, solamente, compartía su dominio,
con esta diferencia: que mi dichosa infancia
no caminaba, entonces, hacia ningún ocaso.
El jardín respiraba con virtud tan violenta
que las flores morían de su propio perfume,
entre un temblor de abejas, que caían embriagadas,
y el girar incesante de los pájaros locos.
Las rosas daban gracias a Dios porque no había
tijeras oprobiosas que, de las verdes eras,
las llevaran al árido destierro de los vasos
que poblaban la ingrata soledad de las salas.
Con qué suave descanso caían las cortinas
sobre el balcón abierto, frente a la estrecha calle,
lo mismo que, banderas libertadas del palo,
y abiertas, sin escrúpulos, al sol de una baranda.
Una pila de piedra, cercada de violetas,
se alzaba en la mitad del patio, pero nadie
escuchaba el rumor de los caños simétricos.
Sin embargo, el domingo la música sonaba
como cuando a la iglesia penetra el organista.
¡Cuántos sones inéditos había en esos caños!
¡Qué música inefable la de esa vieja piedra!
Yo escuchaba el rumor de aquellas cuerdas líquidas
y una emoción seráfica llenaba mi existencia.
Me parecía habitar un palacio de arpas
o soñar en el fondo de un caracol sonoro.
Y luego las campanas, campanas del domingo
que escuchaba ese día, remirando hacia el techo
pues pensaba, sin duda, que los sones bajaban
como aves de metal, saltando por las tejas.
¡Sones inolvidables! Repicábais en mi alma
y todavía os escucho, desde el fondo del tiempo,
subir a recordarme mis domingos azules,
con el perro sin soga y una torre en el fondo.
Luego, en el comedor, llegaban las palomas
a devorar las migas de pan. Era una fiesta
de ternura eucarística, que sobre los manteles
celebraban las cándidas aves del Evangelio.
Y, cuando declinaba la tarde, lampos de oro
manchaban las paredes. Viajeros invisibles
agitaban las manos, en el aire extenuado.
Era como si un barco de velas amarillas
dijese adiós a todas las riberas del mundo.
Yo comenzaba a tener miedo. Sombras
que se alargaban, mudas, parecían perseguirme.
Un grillo preludiaba la canción de la noche.
Sonaba, en ese punto, el portón de la calle
y el oscuro zaguán resonaba de voces.
¡Señor! Había cesado la paz de mi domingo.


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