Mi domingo
El
domingo era el día de los pájaros libres
que
paseaban la casa silenciosa y abierta
pues
ventanas y puertas daban fácil entrada
al
sol, que circulaba por todos los rincones
encontrado
las cosas hasta entonces perdidas:
un
dedal, una aguja y una hebilla ya rota.
Era
el sol como el dueño de la casa, que vuelve
y
halla que hasta la llave gira más fácilmente
denunciando
unurgente deseo hospitalario.
El
sol, como un obrero, pintaba las paredes
de
blanco, y proyectaba sobre la superficie
los
ramajes del patio, que trazaban dibujos
sujetos
a la varia dinámica del viento.
Despertaba,
después, a, los Reyes, dormidos
en
los tapices, presos de largo encantamiento,
y
que se desquitaba de la escoba casera
sonriendo
a las Ninfas, cautivas en festones
de
flores, entre fuentes y corceles alados.
Mas
su mejor encuentro era con los espejos:
el
sol no sabía de dónde procedía, entonces
y
entre el azul ilímite y el azul enmarcado
prefería
tener su origen en el muro.
Después
iba sacando de la sombra los vasos
pequeños
y los grandes jarrones de cerámica,
y
con dedos de oro los modelaba, haciendo
que
la luz, como un torno, les diese nueva forma.
Qué
juego en las brillantes cerraduras. Un rayo
luminoso,
al entrar por el estrecho hueco,
era
un estoque en busca de las sombras perdidas
que
el sueño, al despedirse, dejaba en las alcobas.
Dueño
el sol de la casa, ese domingo ocioso,
conmigo,
solamente, compartía su dominio,
con
esta diferencia: que mi dichosa infancia
no
caminaba, entonces, hacia ningún ocaso.
El
jardín respiraba con virtud tan violenta
que
las flores morían de su propio perfume,
entre
un temblor de abejas, que caían embriagadas,
y
el girar incesante de los pájaros locos.
Las
rosas daban gracias a Dios porque no había
tijeras
oprobiosas que, de las verdes eras,
las
llevaran al árido destierro de los vasos
que
poblaban la ingrata soledad de las salas.
Con
qué suave descanso caían las cortinas
sobre
el balcón abierto, frente a la estrecha calle,
lo
mismo que, banderas libertadas del palo,
y
abiertas, sin escrúpulos, al sol de una baranda.
Una
pila de piedra, cercada de violetas,
se
alzaba en la mitad del patio, pero nadie
escuchaba
el rumor de los caños simétricos.
Sin
embargo, el domingo la música sonaba
como
cuando a la iglesia penetra el organista.
¡Cuántos
sones inéditos había en esos caños!
¡Qué
música inefable la de esa vieja piedra!
Yo
escuchaba el rumor de aquellas cuerdas líquidas
y
una emoción seráfica llenaba mi existencia.
Me
parecía habitar un palacio de arpas
o
soñar en el fondo de un caracol sonoro.
Y
luego las campanas, campanas del domingo
que
escuchaba ese día, remirando hacia el techo
pues
pensaba, sin duda, que los sones bajaban
como
aves de metal, saltando por las tejas.
¡Sones
inolvidables! Repicábais en mi alma
y
todavía os escucho, desde el fondo del tiempo,
subir
a recordarme mis domingos azules,
con
el perro sin soga y una torre en el fondo.
Luego,
en el comedor, llegaban las palomas
a
devorar las migas de pan. Era una fiesta
de
ternura eucarística, que sobre los manteles
celebraban
las cándidas aves del Evangelio.
Y,
cuando declinaba la tarde, lampos de oro
manchaban
las paredes. Viajeros invisibles
agitaban
las manos, en el aire extenuado.
Era
como si un barco de velas amarillas
dijese
adiós a todas las riberas del mundo.
Yo
comenzaba a tener miedo. Sombras
que
se alargaban, mudas, parecían perseguirme.
Un
grillo preludiaba la canción de la noche.
Sonaba,
en ese punto, el portón de la calle
y
el oscuro zaguán resonaba de voces.
¡Señor!
Había cesado la paz de mi domingo.
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