Expedición doméstica
Son
las siete en Reichsgau
y
en otro punto equidistante
del
planeta.
(Cuando iba a la escuela me
gustaba
abrazar el planisferio y
calcular
la simetría de los
husos. Siempre supe
que
Japón era el revés de Buenos Aires.)
A
la tarde me arrojo a la humedad
de
la bruma y acaricio
el
crepúsculo violeta.
Mi
cuota de orfandad se debilita
si
recorro las calles
de
Carintia.
Ni siquiera me aleja un hemisferio
del espacio que tu cuerpo ocupa.
Pero
anoche llovió y
cómo
extrañé tus pasteles de membrillo,
el
fragor de la cuchara contra
el
plato, tu puñado de bucles.
Pinceladas
reflejas
de
sentirte en casa.
Acá
se ve la auriga
y
en los bares se respira olor a Maxim´s.
Es
molesto adecuarse a otra rutina.
Nunca
acaba por ser del todo tuya
y
la nostalgia persiste.
El té de enebro
tus cruces y estampitas
enredar palabras por hablar
de golpe
la manera de hacer
un dobladillo.
Golpean
a la puerta. Me levanto
a
abrirte. Dejo paso a tu inercia
y
apoyás dos bolsas
en
el piso.
¿Qué te pasa?
Te
miro como si te desconociera,
como
si un terremoto nos hubiera
partido,
y por la puerta entreabierta
florecen
las clemátides.
Nada. Qué bueno que viniste.
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