Ucronía
Serían
las palabras adecuadas.
Con
la elocuencia justa, hacer explícita
la
talla sobre el aire;
un
beso tímido, dos, ya sin duda
entrenzados
los ojos.
Y
en cada encuentro la piel como un fénix
que
en la misma ceniza
ya
reconoce el vuelo,
con
sonrisas que riegan
la
orquídea de la luz que cae en la tarde,
los
abrazos sin cifra
ni
tampoco computados los pasos
—alguno
errado—, incluso los bostezos:
la
sombra, al fin, tan necesaria siempre
para
alguna promesa
que,
aun nacida del tacto,
se
mantendría inmune a la erosión.
Sería
la rutina
en
un realismo mágico,
los
hallazgos, los juegos con los niños
o
al cuadrar la hipoteca,
la
discrepancia, el grito inapropiado
al
que sigue un perdón tal vez no velocista
pero
que nunca deja inconcluso el camino.
Igual
que el de los años, las arrugas,
camas
impuestas, blanco
de
hospitales, el negro inamovible
con
el que acaban por hacer su trueque
todos
los horizontes y lenguajes.
Y
ahora sólo serían las frases oportunas.
Si
no fuera el reloj, los minutos sembrados
en
medio de los tópicos,
la
cuenta ya abonada al camarero
y
dos sillas que gimen su derrota:
la
hora de despedirse
—cada
uno hacia su casa—.
Despedirse
en silencio, una vez más,
de
aquel maldito tiempo que no llega.
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