Biografía para un día de niebla
La
costumbre de ocultarme
me llevó a perderme en mí misma,
pero no soy la niña ni la niebla,
me despliego para encontrar mis bordes,
me alargo y en cada orilla encuentro
una cornisa desgastada
donde resbalan
los extraños caballos
del color de la arena.
Y
sé que las princesas
guardan luto
y que los príncipes arrastran
sus colas por el fango,
y no son bellos, son grises
y se entretienen
bailando y cantando
alrededor de una botella
que se llena de escarcha y se evapora.
Mientras
delgadas niñas
de enormes ojos marrón
mastican durante horas
puñados de amapolas que no pueden tragar,
aquellas que fui caminan de puntillas
adivinando mariposas de humo sobre musgo,
oyendo todo el día gritos que chocan
entre ellos y se destruyen.
Sus vestidos son telarañas de luz.
Poseen una tristeza profunda
y una humedad de cristal.
Y cuando me miran
amargamente
desde el fondo del tiempo y de mí,
casi siento la tensión
en sus labios.
Me
despliego hacia mis abismos
hasta ser poseída por el vértigo,
entonces respiro los delirios que emana
el polvo de las flores
que perecen
en el fondo del cráter,
el aroma del desierto y el abandono
que huele a piel desvanecida.
Recuerdo
aquellos hombres
que vi arrastrarse
bajo del asfalto,
hacían menos ruido que un susurro,
sus huellas eran brisa
y su color era semejante al del agua
y sus voces tan leves
que casi eran silencio.
Y no había un relámpago
que atravesase
sus ojos de madera.
Y sé que no tenían colores suficientes
para dibujar la humanidad
ni lograban ser tan oscuros
para retratar la penumbra.
No
alcanzaban a llamarse vacío
porque se encontraban apenas colmados
de todo aquello
que no tenía nombre
y apenas existía.
Vuelvo
a ser una noche y una pregunta.
Y
me despliego, y desde mi filo,
me he vuelto una navaja
que corta el horizonte.
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