La luz que ven los vivos
Nos
hemos parado en Subiaco
para poner piedra sobre piedra
en la tumba de otro polígrafo
donde
cotorreamos, aturdidos
y mareados del viaje, sobre entierros
o incineraciones. “Yo no quiero
ocupar
más espacio,”
les digo a los chicos, padres los dos,
quienes, como árboles, se inclinan
hacia
la tierra. Me imagino
sus hijas de viejas dejando
unas alfajores de bodega,
aguardiente,
una bellota niquelada, damas
haciendo picnic en la sombra de un pino
tan inmóvil como la cascarilla del cuerpo.
Sustancias
químicas y gusanos, sin duda,
mas también un lugar donde hacer luto, un arroyo,
una constelación de la muerte de la que se puede
fiar.
Estos
hombres saben algo
que yo no. Que alguien les hará luto
más allá de sus huesos, podrán fiarse de ello,
alguien
estará allí en la sombra de los pinos
que se parecen a las rigurosas rejas
de una jaula generosa.
(¿Qué
pasará si nadie viene al acantilado
desde el que la ceniza de mi piel zarpare?
Ningún familiar en luto, ningún mochilero perdido.)
Pero
amigos, es hora de almorzar,
y a ver, ¿acaso no funciona aún mí boca;
mi apetito, mi lengua viperina?
De: The Carrying
No hay comentarios:
Publicar un comentario