Confesión
Confieso
que las noches
siempre
me parecen cortas,
cada
día debiera tener más de veinticuatro horas
para
tener tiempo de construir los sueños.
La
vida no alcanza para tanto anhelo.
Algunas
veces he querido dejar la ciudad
y
sin maleta irme al mar,
sin
ropa ni equipaje;
el
hombre no debería programar
horas,
encuentros y destinos,
tampoco
su tiempo de amor
menos
su vida,
porque
andar sin destino
es
por antonomasia la búsqueda perpetua.
Una
vez encontré a una dama
en
una ciudad apenas conocida;
hicimos
el amor
y
cada quien retornó a su camino,
a su
signo y a sus luces;
estoy
seguro que como yo, ella
-sólo
ella porque nunca conocí su nombre-
recuerda
la manera como descubrimos la luz de las estrellas
en
una alcoba, de un antiguo edificio,
con
enormes vidrieras en dirección al poniente,
y
sonríe, sólo sonríe cuando recuerda;
ese
día vimos cómo el cielo
se
iba colmando de fuego y nostalgia, con el gozo transmitido
en
íntima confesión por su voz dulce y tenue,
y
luego descubrimos la luna a través de los cristales.
En
otra ocasión, en el puerto,
una
joven me ofreció sus lágrimas
y vi
cómo el dolor se iba quedando impregnado
sobre
la mesa, primero, y luego en las sábanas casuales
mientras
surgía la luz en su rostro,
cada
minuto más bello
conforme
se iba borrando su desdicha.
Y
así,
un
día,
otro,
mis
pasos me han llevado a percibir aromas sin medida
sin
necesidad de nombres y apellidos,
de
contratos y rutinas; sin haber programado
la
cita con hora, lugar y protocolo.
Así
he conocido la forma de inventar la lluvia
y he
descubierto la luz con sus colores y matices,
el
tiempo equinoccial y el tránsito infinito.
Sólo
el horizonte abierto
para
la luz que se inventa
con
el color del sueño.
Sólo
una sonrisa y el tacto sin medida,
el
aroma del cuerpo y el clima de los días,
la
lluvia, el mar,
la
luna, el infinito.
De:
“Inaugurar el sueño”
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