lunes, 4 de octubre de 2021

ROBERTO ARIZMENDI

 

 

Confesión


 

Confieso que las noches

siempre me parecen cortas,

cada día debiera tener más de veinticuatro horas

para tener tiempo de construir los sueños.

La vida no alcanza para tanto anhelo.

 

Algunas veces he querido dejar la ciudad

y sin maleta irme al mar,

sin ropa ni equipaje;

el hombre no debería programar

horas, encuentros y destinos,

tampoco su tiempo de amor

menos su vida,

porque andar sin destino

es por antonomasia la búsqueda perpetua.

 

Una vez encontré a una dama

en una ciudad apenas conocida;

hicimos el amor

y cada quien retornó a su camino,

a su signo y a sus luces;

estoy seguro que como yo, ella

-sólo ella porque nunca conocí su nombre-

recuerda la manera como descubrimos la luz de las estrellas

en una alcoba, de un antiguo edificio,

con enormes vidrieras en dirección al poniente,

y sonríe, sólo sonríe cuando recuerda;

ese día vimos cómo el cielo

se iba colmando de fuego y nostalgia, con el gozo transmitido

en íntima confesión por su voz dulce y tenue,

y luego descubrimos la luna a través de los cristales.

 

En otra ocasión, en el puerto,

una joven me ofreció sus lágrimas

y vi cómo el dolor se iba quedando impregnado

sobre la mesa, primero, y luego en las sábanas casuales

mientras surgía la luz en su rostro,

cada minuto más bello

conforme se iba borrando su desdicha.

 

Y así,

un día,

otro,

mis pasos me han llevado a percibir aromas sin medida

sin necesidad de nombres y apellidos,

de contratos y rutinas; sin haber programado

la cita con hora, lugar y protocolo.

Así he conocido la forma de inventar la lluvia

y he descubierto la luz con sus colores y matices,

el tiempo equinoccial y el tránsito infinito.

 

Sólo el horizonte abierto

para la luz que se inventa

con el color del sueño.

Sólo una sonrisa y el tacto sin medida,

el aroma del cuerpo y el clima de los días,

la lluvia, el mar,

la luna, el infinito.

 

De: “Inaugurar el sueño”

 

 

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