De las tortuosas maquinarias
La obsesión,
su trastocamiento irreversible.
Venas como un orden invasor que va tomando el templo y tus campos fértiles
hasta concentrar su lenguaje.
Vértebras
espinas que se irán cubriendo con la carne de las consumaciones.
Una
vigilancia anfibia sumergida en el frío
cuyos párpados transparentes aguardan el quiebre de tus actos
para cumplir su mordedura.
Cualquier
gesto es golpe en tus heridas,
cualquier palabra,
matiz de lo aparente,
nutrimentos nutriciones sucesivas alud
acumulado en el corazón de tu violencia estalla el pulso,
el
sofocamiento contenido,
y despertar una y otra vez en el borde irreversible,
y una y otra vez,
con el cuerpo atado,
cumplir la ceremonia.
Al
principio son extraños los mecanismos de esta vieja y complicada máquina,
y lo adverso una fatalidad que no puede tocarte.
Con
el tiempo,
el engranaje se aceita en la repetición hasta perfeccionar su ritmo,
y el adversario se convierte en el panal de llamas conspirando contra ti.
Pero
en ocasiones la maquinaria es útil por la atención con que desmenuza los
detalles
y te es posible revelar las cajas de tortura de los otros,
las inofensivas sutilezas
que de pronto son los templos de orgullo escindiendo tu carencia,
la burla imperceptible ante tus duelos,
o la condena a muerte de quienes, como tú,
son los delatores:
cuántas veces,
antes de que nombraras el rostro de su miedo,
los verdugos te negaron sus banquetes y sus puertas,
o cerraron su sarcófago en tu sangre.
Y
sin embargo cuántas veces,
debido a tus precisos goznes,
lograste escapar de sus cámaras de rendición.
Triste
e íngrima victoria el descubrir por enferma lucidez las formas de este reino de
masacres,
pero sólo eso.
Y
cada vez más grande el estallido,
más alto el sedimento de su furia.
Más
hambrientos e innobles los verdugos cuyos rostros,
en el sueño,
han sido el círculo hilarante cercando tu impotencia
y que ahora, en la vigilia,
son la perfecta y encarnada máscara de tu dolor.
Más
poderoso el ejército de tus Apariciones,
lo que más temías,
y no supiste fue llamado por ti.
Y
siempre el llanto,
el angustiante desandar de lo perdido.
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