domingo, 1 de diciembre de 2024

SILVIO MATTONI

 


 

 

La senda del poeta muerto

 



Subiendo desde la orilla del río,

arriba de las playas y las piedras,

está la senda que indica el camino

que cruza la lomita. También sirve

para que los chicos miren las sierras

verdes y amables por donde zigzaguea

la cinta de agua, y más allá unos ranchos

a los que sólo se llega a caballo.

En el punto más alto, piedras chatas

permiten un descanso, y ya entonces

se puede ver en parte el arroyito,

la cascada, la higuera, algunos bosques

de piquillín y tala. Las mujeres, los hombres

se alegran con los cuentos de sus niños

y se inclinan bajo el peso dichoso

de mochilas con todo el equipaje

para varias semanas de campamento.

Del otro lado, la bajada es brusca

y demasiado rápida. De a poco

se ponen verdes los bordes de la senda,

y aunque el musgo y el pasto intenten invadir

la arena y las piedritas tantas veces pisadas,

no lo podrán lograr: apenas tiñen

de oliva y esmeralda su mineral dorado.

Saltan los chicos la primera vertiente

y el sendero se abre en amplios claros

como si recordase la fiesta de llegar

finalmente a la playa de las personas libres

que ahora son leyendas bastante inverosímiles.

No va el camino hacia ninguna casa

ni marca el rumbo de una escuela. Es raro

ver a un niño ahí solo, la mirada

únicamente atiende al suelo para

poder trepar y después bajar sin

que haya resbalones o tropiezos.

El sendero parece y aparenta

conducir a un lugar imaginario

adonde alguna vez todos quisieron

ir y quedarse; hasta que de repente

llega a su fin la loma y se hace un prado.

 

 

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