La senda del poeta muerto
Subiendo
desde la orilla del río,
arriba
de las playas y las piedras,
está
la senda que indica el camino
que
cruza la lomita. También sirve
para
que los chicos miren las sierras
verdes
y amables por donde zigzaguea
la
cinta de agua, y más allá unos ranchos
a
los que sólo se llega a caballo.
En
el punto más alto, piedras chatas
permiten
un descanso, y ya entonces
se
puede ver en parte el arroyito,
la
cascada, la higuera, algunos bosques
de
piquillín y tala. Las mujeres, los hombres
se
alegran con los cuentos de sus niños
y se
inclinan bajo el peso dichoso
de
mochilas con todo el equipaje
para
varias semanas de campamento.
Del
otro lado, la bajada es brusca
y
demasiado rápida. De a poco
se
ponen verdes los bordes de la senda,
y
aunque el musgo y el pasto intenten invadir
la
arena y las piedritas tantas veces pisadas,
no
lo podrán lograr: apenas tiñen
de
oliva y esmeralda su mineral dorado.
Saltan
los chicos la primera vertiente
y el
sendero se abre en amplios claros
como
si recordase la fiesta de llegar
finalmente
a la playa de las personas libres
que
ahora son leyendas bastante inverosímiles.
No
va el camino hacia ninguna casa
ni
marca el rumbo de una escuela. Es raro
ver
a un niño ahí solo, la mirada
únicamente
atiende al suelo para
poder
trepar y después bajar sin
que
haya resbalones o tropiezos.
El
sendero parece y aparenta
conducir
a un lugar imaginario
adonde
alguna vez todos quisieron
ir y
quedarse; hasta que de repente
llega
a su fin la loma y se hace un prado.
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