Rock and roll a diez mil pies de altura
Elvis
toca sobre la línea ecuatorial
en
un avión que viaja al sur,
huye
de un país con hambre,
huye
del cementerio.
Se
sienta en mis piernas como un niño,
con
la nariz rota y un infarto irremediable.
Mira
la piel metálica de este buitre;
los
picos de las montañas alumbran
a
través de la ventana de polietileno.
Todo
es bello cuando se oxida
y se
pierde en el espacio.
Es
este reflejo pálido de la noche
lo
que me pone neurótica
entre
la sangre y la niebla.
Le
digo: espera hago una llamada, cariño,
espera
que hay un hombre al otro lado de la línea.
Sí,
estoy enamorada, sí, es como la cocaína.
Hola,
te llamé con mi caja negra,
¿Ves
la luna desde la tierra?
Aquí
estoy con Elvis y la vemos.
Suponemos
que salimos de la atmósfera,
suponemos
que lo distante es nuestro reino,
los
muros de la capital que nos vomitan.
Dime,
¿ves los satélites?
solitarios
como nosotros,
hostiles
en el tiempo como nosotros,
perdidos
en el firmamento
entre
esquirlas y astronautas.
Te
estoy abrumando, ¿verdad?
Vuelve
a la cama.
Adiós.
Elvis
pregunta por qué vuelo con él
kilómetros
lejos de casa,
no
es por la montaña blanca de mis pulmones,
no
es por el aceite bajo el músculo muerto,
no
es por el agua envenenada del hígado;
hay
esperanza,
hay
una ducha con sales minerales,
hay
palabras de fantasía en la boca
de
este hombre en el teléfono.
Lo
siento, Elvis, tengo que dejarte en este asteroide.
Tengo
que marcharme de este manicomio.
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