La
suya era una casa sencilla de paredes blancas y un
tejado
de amparo abierto como las manos que en su
cobijo
redimían de todas las afrentas de los días y
su
frío; una casa de anchuras para recoger el campo
y
unos ojos abiertos a la calle para no olvidar la
anchura
del mundo ni el futuro. Su casa, a su imagen
y
semejanza, era buena.
De:
“La veladora”
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