El
hombre que yo amo
Gracias
a la vida que me ha dado tanto.
Me
dio dos luceros, que cuando los abro
perfecto
distingo lo negro del blanco
y en
el alto cielo su fondo estrellado
y,
en las multitudes, al hombre que yo amo.
Violeta
Parra, Gracias a la vida
El
hombre que yo amo
tiene
unas manos grandes.
Manos
que pudieran ser de panadero.
Manos
confundidas con la tierra
y
que de la tierra sacan sus mejores frutos.
Como
ahora
de
los libros.
Como
ahora
de
mi cuerpo.
El
hombre que yo amo
conserva
preguntas infantiles en la mirada.
Sus
ojos brillan tras las gafas de sol
cuando
me miran en la distancia
del
primer encuentro.
Y
ahí está siempre.
Sonriendo.
Sonriéndome.
El
hombre que yo amo
tiene
los pies grandes
e
impacientes.
Han
recorrido continentes de ilusiones
con
su furgoneta blanca y los decorados
de
las funciones del gato con botas.
Por
la noche, estiro mi pie izquierdo
con
el deseo de encontrarme en la orilla de la cama
la
silueta de arena de su pie derecho.
Y
así me duermo.
Con
sus pies.
Abrazado.
El
hombre que yo amo
sabe
mezclar olores en la alquimia de los pucheros
recordando
platos de una infancia recuperada
en
el hilo de las recetas de su madre, de sus tías,
que
en
sus dedos
se
vuelven postales
enviadas
al paladar de los encuentros familiares.
El
hombre que yo amo
se
conoce el nombre de todos los músculos
y
les habla con la paciencia infinita
del
padre cuando levanta arrogante las pesas
y
cuenta paladeando cada una de las repeticiones.
Los
kilómetros que ha nadado en la piscina
le
dan para recorrer varias veces el cinturón del mundo.
El
hombre que yo amo
me
sonríe cuando me descubre al amanecer
durmiendo
abrazado a uno de sus costados.
Y me
vuelve a sonreír cuando estamos lejos
y su
sonrisa siempre está
aquí
y ahora
a mi
lado,
por
más que los kilómetros sean esa serpiente
que
termina por enroscarse con nuestros pies entrelazados.
El
hombre que yo amo
besa
como los ángeles
-los
ángeles antes de volverse demonios-
con
besos profundos, largos, exploradores,
como
queriendo llegar a ese yo interior
que
solo a nosotros mismos descubrimos
en
los días de tormenta y de flores abiertas.
El
hombre que yo amo
tiene
la barba y el pelo blancos.
Me
gusta espiarle cuando se mira en el espejo,
cuando
se busca arrugas de otro tiempo
y le
sonríe satisfecho a ese otro que nunca conocí
y
que se quedó solo con su pelo negro,
sus
manos pálidas y su sonrisa de invierno.
El
hombre que yo amo
pasea
a mi lado por las aceras de la ciudad.
A
dos centímetros de mi deseo.
De
vez en cuando nuestras manos se tocan
y se
sienten arder en el encuentro.
Pero
nunca paseamos de la mano.
Todavía
no.
Nunca
desde que nos gritaron en la calle.
El
hombre que yo amo
siempre
estuvo aquí, a mis espaldas
sin
completar
nunca
el
círculo de una mirada.
Solo
fue necesario un gesto -y su insistencia-
para
que nunca más nos separáramos,
para
seguir juntos, como siempre lo hemos estado.
De:
“El hombre que yo amo”
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