martes, 23 de septiembre de 2025

JOSÉ MANUEL LUCÍA MEGÍAS

  

  

El hombre que yo amo

 

 

Gracias a la vida que me ha dado tanto.

Me dio dos luceros, que cuando los abro

perfecto distingo lo negro del blanco

y en el alto cielo su fondo estrellado

y, en las multitudes, al hombre que yo amo.

Violeta Parra, Gracias a la vida

El hombre que yo amo

tiene unas manos grandes.

Manos que pudieran ser de panadero.

Manos confundidas con la tierra

y que de la tierra sacan sus mejores frutos.

Como ahora

de los libros.

Como ahora

de mi cuerpo.

 

El hombre que yo amo

conserva preguntas infantiles en la mirada.

Sus ojos brillan tras las gafas de sol

cuando me miran en la distancia

del primer encuentro.

Y ahí está siempre.

Sonriendo.

Sonriéndome.

 

El hombre que yo amo

tiene los pies grandes

e impacientes.

Han recorrido continentes de ilusiones

con su furgoneta blanca y los decorados

de las funciones del gato con botas.

Por la noche, estiro mi pie izquierdo

con el deseo de encontrarme en la orilla de la cama

la silueta de arena de su pie derecho.

Y así me duermo.

Con sus pies.

Abrazado.

 

El hombre que yo amo

sabe mezclar olores en la alquimia de los pucheros

recordando platos de una infancia recuperada

en el hilo de las recetas de su madre, de sus tías,

que

en sus dedos

se vuelven postales

enviadas al paladar de los encuentros familiares.

 

El hombre que yo amo

se conoce el nombre de todos los músculos

y les habla con la paciencia infinita

del padre cuando levanta arrogante las pesas

y cuenta paladeando cada una de las repeticiones.

Los kilómetros que ha nadado en la piscina

le dan para recorrer varias veces el cinturón del mundo.

 

El hombre que yo amo

me sonríe cuando me descubre al amanecer

durmiendo abrazado a uno de sus costados.

Y me vuelve a sonreír cuando estamos lejos

y su sonrisa siempre está

aquí y ahora

a mi lado,

por más que los kilómetros sean esa serpiente

que termina por enroscarse con nuestros pies entrelazados.

 

El hombre que yo amo

besa como los ángeles

-los ángeles antes de volverse demonios-

con besos profundos, largos, exploradores,

como queriendo llegar a ese yo interior

que solo a nosotros mismos descubrimos

en los días de tormenta y de flores abiertas.

El hombre que yo amo

tiene la barba y el pelo blancos.

Me gusta espiarle cuando se mira en el espejo,

cuando se busca arrugas de otro tiempo

y le sonríe satisfecho a ese otro que nunca conocí

y que se quedó solo con su pelo negro,

sus manos pálidas y su sonrisa de invierno.

 

El hombre que yo amo

pasea a mi lado por las aceras de la ciudad.

A dos centímetros de mi deseo.

De vez en cuando nuestras manos se tocan

y se sienten arder en el encuentro.

Pero nunca paseamos de la mano.

Todavía no.

Nunca desde que nos gritaron en la calle.

 

El hombre que yo amo

siempre estuvo aquí, a mis espaldas

sin completar

nunca

el círculo de una mirada.

Solo fue necesario un gesto -y su insistencia-

para que nunca más nos separáramos,

para seguir juntos, como siempre lo hemos estado.

 

De: “El hombre que yo amo”

 

 

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