Señor
Hace
ya mucho tiempo que al dolor de la carga
se
ha curvado mi espalda y astillado mi hombro,
y, a
pesar que mi senda día a día se alarga,
ni
suplico tu gracia, ni siquiera te nombro.
Yo
jamás te pedí me tendieras tu mano
para
hundirme en la tierra o treparme a la cumbre;
yo
jamás imploré tu poder sobrehumano:
me
bastaba el sencillo poder de mi lumbre.
Fui
rebelde, Señor, pero tú te vengaste;
y
fue cruel la venganza y el dolor que me diste;
me
llevaste a la amada que tu mismo formaste
como
el agua de clara, como todo de triste...
Fue
una noche de enero, tibia, azul, luminosa;
su
alba carne de ensueño palpitó estremecida
al
sentir en su vientre la tortura gloriosa
de otra
vida pequeña que llegaba a la vida...
Con
la fe más intensa, con la unción más profunda
te
dijeron sus labios la plegaria de amor:
“¡Fortalece
Señor mis entrañas fecundas
y
hazle blando el camino a este nuevo dolor!”
¡Nunca,
nunca, Señor, otros labios hubiste
que
tu gracia imploraran con más honda emoción!
¡Nadie
nunca ha rogado como ella, la triste,
por
el fruto bendito de su amor, todo amor!
Pero
tu no escuchaste... Su plegaria bendita,
hecha
lágrima y sangre y empapada en piedad,
se
perdió sollozando en la noche infinita...
¡y
sus ojos cerraste para siempre jamás!
¡Es
por eso que ahora, que mi labio te nombra,
la
palabra me sale dolorosa y amarga,
porque
siento que grita su recuerdo en la sombra
y la
pena se ahonda y el camino se alarga!
¡Es
por eso que vago por senderos sin luces,
encorvado
en la tierra donde duerme mi amor
y en
la paz de la noche yo me tiendo de bruces
y me
abrazo a la tierra como a su corazón...!
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