viernes, 24 de mayo de 2013

JUAN DOMINGO ARGÜELLES





Heberto Padilla



En sus últimos años Padilla relataba
lo que observaba a diario tras sus gafas.
Veía un gato y hablaba del gato
que arqueaba el lomo bajo el sol de marzo.
El gato no era otro que ese gato
y el sol no era otro sol que ese de marzo.
Quien quisiera encontrar otro sentido
fracasaba en su esfuerzo de hermeneuta.

En los últimos años del poeta
la sombra de su sombra le pesaba.
Pensó que ser feliz era entregarse
al presente sin más luego que todos
los que le hicieron la vida imposible
eran ceniza para su memoria.

Acaso se engañó pero fue adrede:
ni fue feliz ni olvidó su pasado,
pero esa forma de mirar las cosas
como las mira un hombre sin espíritu
lo salvó del dolor de ver en todo
la desdicha vivida y renovada.

Ellos a la ceniza, yo a la vida,
dijo en verso prosaico y melancólico.
Se engañaba también porque la sombra
de su sombra que siempre lo rodeaba
le daba un aura de dolor que nunca
pudo borrar de lo que fue su vida.

Murió como otros tantos en exilio
dejando una memoria de papeles:
unos poemas que queman si los lees,
unos versos que a veces nos recuerdan
que escribir puede ser una condena.

Cuando leas sus libros piensa en esto:
tal vez sus poemas más comprometidos
y en los que más fustiga al innombrable
son aquellos que no hablan del tirano
sino de un simple gato que se arquea.
Su lengua más pugnaz fue cercenada
por el cuchillo de la ideología.
Cuando leas sus poemas piensa en esto
y aprende que pensar cambia la vida.


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