Hace
un día precioso.
Y
qué bien hemos hecho al venir hasta aquí, el parque
tanto
mete la pata como brilla, lo mismo que un adolescente.
Tú
estás tintineante con tu vestido amarillo;
en
el fondo de la fuente hay un mar embalsamado y, ¿ves?
los
gorriones también han querido olvidar los nombres de las cosas.
Al
fondo, el monte abraza la ideología de la primavera.
La
madre de aquel pequeño pronuncia “abrígate” como un mantra.
Tenemos
pan y ciruelas, y algunos mp3,
¿no
te divierte observar a la gente e inventarles historias rocambolescas?
Me
pides entonces que te saque una foto,
pero
no te conformas con una piedra arrojada al estanque.
A
ver, mi amor: yo mido uno ochenta y cuatro,
mis
ojos deben estar diez centímetros por debajo de eso,
como
quieres, desde aquí, que encuadre el verde y la montaña,
la
fuente con la pequeña estatua ecuestre allí en lo alto,
la
camada de sociables azaleas de delante y a ti,
todos
felices en el mismo paralelogramo.
No
es cierto que esta luz de mediodía de sábado tenga dos pies izquierdos.
El
bastón de un anciano cruza el camino como si fuese los cuernos de un caracol.
Estás
empezando a torcer el morro. A ver.
Ponte
ahí delante de la fuente, pégate bien a su borde lamido,
si
no salen tus zapatos nuevos puede que nunca te reconozcamos.
Voy
a hacer lo posible,
me
pongo en frente aquí de pie, yo mido
uno
ochenta y cuatro. Levanto los brazos con la cámara hacia los ojos. Pero no.
Lo
fácil de la transparencia anda decidiéndose a hacer dieta.
Si
saco la estatua y también el monte, las flores y tú quedaréis fuera,
o
si quieres un retrato, hay que renunciar a ese paisaje.
Mi
amor, hace un día precioso,
todos
los rincones del parque están entonando una balada.
Ve
mirando de meterte todo esto en la cabeza
que
yo voy a intentar comprar por aquí cerca unos helados.
(Traducciones al
castellano de la autora)
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