Orquesta de desaparecidos
Diariamente,
al atardecer, escucho a los músicos. Si me traslado a algún país extranjero,
ellos hacen el mismo viaje que yo y coincidimos en una explanada, en los
mercados, en un refugio.
Los
miembros de la orquesta recorren las rutas escarpadas y los desfiladeros de mi
memoria. Los he visto de noche, extenuados, mientras suben a pie o en bicicleta
una colina de mis pensamientos. Llegan empapados de recuerdos a las nuevas
ciudades, pero los primeros compases que interpretan limpian sus ropas.
Las
personas que se alejaron de mi vida forman la orquesta. Sus muertes o su
desamor se han convertido en música.
Una
mujer que me amó empuña el micrófono y canta con la cabeza llena de peces. Se
palpa los animales marinos hasta que el pez del dolor despuebla su mente.
Entonces, con las notas finales del blues, entrega a los oyentes un pequeño
esturión que lleva en la boca los filamentos luminosos de los días que vivimos
juntos.
El
contrabajo lo pulsa otra antigua amante. No es bella sino algo más peligroso,
porque ha nacido en un país de gatos libres. Mi padre y mi hermana abren sus
ausencias con el arco del violonchelo. La madre golpea en el timbal nuestras
pieles de ancianos bebés.
Encogido
detrás de los instrumentos, el amigo que me traicionó pone cerca de sus pies de
percusionista el sombrero adonde caen las monedas caducadas.
Soy
todos los espectadores. En las filas delanteras se sitúan el niño sucesivo, el
adolescente que caminó entre vidrios de diccionario, los jóvenes que fui.
Acabado
el concierto, cada componente del público vuelve a adentrarse en mí y la
orquesta de desaparecidos ve mi disolución en el paisaje.
De: “Orquesta de desaparecidos”
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