Ad Altare
Para mi hijo Jaime,
con devota ternura.
Os anuncio una nueva:
Hay que bajar al río,
y lavar en sus aguas al hijo mío
donde el dolor abreva.
Yo he de ser quien oficie, grave y adusto,
bajo la comba inmensa del firmamento;
hará el río de pila, de órgano el viento
y los astros de antorchas del templo augusto.
Disponed la partida,
inflamad las estrellas,
juntad todas las noches que hubo en la vida
y envolvedme con ellas.
Ya parece que en una se confundieron
las noches incontables que el sueño evoca,
y se me ha abierto el alma, y allí cayeron
las palabras que, en breve, dirá la boca.
Hemos dejado lejos el caserío
y vamos caminando con rumbo al río
que el dolor envenena.
Todas las cosas gritan en torno mío:
todas me dan, a una, la enhorabuena.
Al pasar a su lado,
las calandrias dormidas han despertado,
y hasta el desierto,
que a su sueño de tumba vive entregado,
se rebulle en la arena y está despierto.
¡Oh!, ¿qué música es ésta,
que por mejor sentirla se empina el río
y se pone de fiesta?
Todas las frondas cantan al hijo mío,
y hasta la cuesta.
¿Qué mucho es que yo corra con el pequeño
y que mis fuerzas hallen leve esta carga?
En mis brazos el niño, de quien soy dueño,
ni la cuesta que bajo se me hace larga,
ni las piedras me muerden, ni me despeño.
Y es que el amor me ayuda
y hasta me hace sentirme con menos años.
No cabe duda:
el cuerpo solamente se rinde y suda
cuando carga los hijos de los extraños.
Hemos llegado al río.
Tendidas a lo largo de la ribera
se ven todas las noches en doble hilera;
las noches congregadas al grito mío.
Todas ellas salieron del antro oscuro
de las cosas pasadas;
y a la voz poderosa de mi conjuro,
ocupan las riberas envenenadas.
Y se abrazan, se ciñen y se confunden,
y se ciñen y alargan, y en el vacío,
a cual más, las cabezas gigantes
hunden por asomarse al río.
De ese negro de noche tejí mi veste
que del cuello me baja y al suelo toca.
Reverbera en mis canas la luz celeste.
Y una palabra grande llueve en mi boca.
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