sábado, 20 de mayo de 2017

BAUDELIO CAMARILLO

  


Lluvia de agosto



En el silencio que abre un hueco en la lluvia
mi única luz es la ventana rota.
Un sabor a ceniza persigue aun mi más ligero sueño.
Sólo el tambor escondido en mi pecho
marca el ritmo fugaz con el que danza
el aún más silencioso tiempo de mi sangre.

¿Hace falta decir que es de noche para situarme
de una vez por todas en el envés del mundo?
Es agosto. Llueve.
Y esta lluvia sobre el ajedrez espejeante de los techos,
sobre los árboles que miden el peso
que por la escala del aire precipita su fragmentada sombra,
sobre las calles, sobre la alfombra espesa de la grama;
y esta lluvia, repito, bien puede ser el mar:
el silencioso mar que de pronto despierta,
casca su orbe de sueños
y deja caer su albúmina oxidada por el aire.

¿Dónde estará su cuerpo? ¿Dónde su sombra?
Dónde su corazón que solamente escucho retumbar en el cuarto?
Ah, un relámpago hiere el cristal de mis ojos
y estrella en mi memoria el sitio exacto
donde estuvo su piel.

Ella reía con húmeda nostalgia.
Su risa (espíritu del agua danzando sobre cuerdas)
nacía transparente
y por ahí yo entraba hasta tocarle el alma:
estanque claro, cielo de pronto desligado del aire
como a veces sujeto a la firme caricia del silencio.

Y yo reía también. Reía soleadas fuentes,
reía arcoiris de preciosas piedras,
arroyos de amapolas, cascabeles de luz
y cristales de sol más allá de la lluvia.

¿Qué fuego hace saltar sobre mi piel
esta ámpula de luz?
Duelen mis dedos al tocarla,
pero más que mi piel, mi memoria es la que arde.


Nada.
Ahora escucho el viento desgarrarse entre los limoneros.
Es agosto. Llueve.
Y, solitario en mitad del mar,
sólo el relámpago se esconde tras mis ojos
y a su eléctrico impulso mi sombra se despierta
a vagar por el cuarto.


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