Lluvia de agosto
En el
silencio que abre un hueco en la lluvia
mi
única luz es la ventana rota.
Un
sabor a ceniza persigue aun mi más ligero sueño.
Sólo
el tambor escondido en mi pecho
marca
el ritmo fugaz con el que danza
el
aún más silencioso tiempo de mi sangre.
¿Hace
falta decir que es de noche para situarme
de
una vez por todas en el envés del mundo?
Es
agosto. Llueve.
Y
esta lluvia sobre el ajedrez espejeante de los techos,
sobre
los árboles que miden el peso
que
por la escala del aire precipita su fragmentada sombra,
sobre
las calles, sobre la alfombra espesa de la grama;
y
esta lluvia, repito, bien puede ser el mar:
el
silencioso mar que de pronto despierta,
casca
su orbe de sueños
y
deja caer su albúmina oxidada por el aire.
¿Dónde
estará su cuerpo? ¿Dónde su sombra?
Dónde
su corazón que solamente escucho retumbar en el cuarto?
Ah,
un relámpago hiere el cristal de mis ojos
y
estrella en mi memoria el sitio exacto
donde
estuvo su piel.
Ella
reía con húmeda nostalgia.
Su
risa (espíritu del agua danzando sobre cuerdas)
nacía
transparente
y por
ahí yo entraba hasta tocarle el alma:
estanque
claro, cielo de pronto desligado del aire
como
a veces sujeto a la firme caricia del silencio.
Y yo
reía también. Reía soleadas fuentes,
reía
arcoiris de preciosas piedras,
arroyos
de amapolas, cascabeles de luz
y
cristales de sol más allá de la lluvia.
¿Qué
fuego hace saltar sobre mi piel
esta
ámpula de luz?
Duelen
mis dedos al tocarla,
pero
más que mi piel, mi memoria es la que arde.
Nada.
Ahora
escucho el viento desgarrarse entre los limoneros.
Es
agosto. Llueve.
Y,
solitario en mitad del mar,
sólo
el relámpago se esconde tras mis ojos
y a
su eléctrico impulso mi sombra se despierta
a
vagar por el cuarto.
No hay comentarios:
Publicar un comentario