miércoles, 29 de noviembre de 2017

ALEJANDRA RETANA BETANCOURT





Los tristes no olvidamos. Te preguntaba dónde estaba mi casa y apuntabas al norte. Las horas eran esa miel escasa que lubricaba mis ojos en la oscuridad. Quería cantar que era feliz, pero no sabía renunciar a la tristeza. Los tristes perdemos todo porque nos negamos a olvidar. Salíamos a caminar sin rumbo, lujo de los que no tienen prisa, de los que son dueños de la tarde. Veíamos a dos niños meter flores en la alcantarilla y yo quería llorar porque sentía que a veces éramos como esas flores, nunca como esos niños. Siempre quise llorar, de tristeza, de alegría, de ansia embravecida. Quería que colgáramos un mapa de la ciudad en la habitación y dibujar sobre él un rostro cuyas lagrimas desembocaran en tu calle. Quería tanto pero callaba porque la gente triste siempre calla, se prohíbe el deseo. Me hubiera grabado tu nombre en la espalda de no haberla tenido cubierta de otros ya. Me decías que sólo teníamos una estrella y lo creía y pensaba que mi estrella apuntaba al norte, que ella no sabía nada de ti, que no brillaba cuando me desnudabas. Te vi arder, vi todo arder, y no encontré deidad alguna ni testimonio en la ceniza. Quería algo que no me atreví a nombrar, no fuera a ser que lo encontrara. Mas, ante todo, yo quería ser la más triste de los dos.



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