Los tristes no olvidamos. Te
preguntaba dónde estaba mi casa y apuntabas al norte. Las horas eran esa miel
escasa que lubricaba mis ojos en la oscuridad. Quería cantar que era feliz,
pero no sabía renunciar a la tristeza. Los tristes perdemos todo porque nos
negamos a olvidar. Salíamos a caminar sin rumbo, lujo de los que no tienen
prisa, de los que son dueños de la tarde. Veíamos a dos niños meter flores en
la alcantarilla y yo quería llorar porque sentía que a veces éramos como esas
flores, nunca como esos niños. Siempre quise llorar, de tristeza, de alegría,
de ansia embravecida. Quería que colgáramos un mapa de la ciudad en la
habitación y dibujar sobre él un rostro cuyas lagrimas desembocaran en tu
calle. Quería tanto pero callaba porque la gente triste siempre calla, se
prohíbe el deseo. Me hubiera grabado tu nombre en la espalda de no haberla
tenido cubierta de otros ya. Me decías que sólo teníamos una estrella y lo
creía y pensaba que mi estrella apuntaba al norte, que ella no sabía nada de
ti, que no brillaba cuando me desnudabas. Te vi arder, vi todo arder, y no
encontré deidad alguna ni testimonio en la ceniza. Quería algo que no me atreví
a nombrar, no fuera a ser que lo encontrara. Mas, ante todo, yo quería ser la más
triste de los dos.
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