Los rostros más
altivos,
las
cabelleras blondas,
las
helénicas diosas de figuras turgentes
-su
fugitivo fruto tiene amarga semilla-
siempre
fueron esquivas a mi tacto;
desdén
era su signo.
Pero
ahora que esta dama de cetrina figura
y
gélido semblante,
me ha
tendido sus brazos
¿cómo
podría negarme?
De: “Canción del navegante
de sí mismo”
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