La chica del vestido rojo
En el
cruce de calles
de
Plaza Damasqueros,
en la
terraza en cuesta,
junto a
la escalinata
que se
alza al Realejo,
sobre
un sillar de piedra
te
sientas en la esquina.
Yo
estoy sentado justo
enfrente,
acompañado
de unos
cuantos amigos,
en la
puerta de un bar.
Te
enciendes un cigarro
sentada
en el bordillo,
la
espalda en la pared.
Disimulado
miro
el
vestido que llevas
rojo a
lunares blancos.
La
sonrisa profunda
y
triste. La mirada
fija en
el horizonte.
La
melena morena,
esparcida
en los hombros.
¡En
flor la primavera
persiste
en tu hermosura!
Cierto
aire sencillo
se
acumula en tu ausencia.
Parece
que te yergues
vívida
ante la bruma,
valiente
en la discordia.
Tu
imagen se resuelve
revelación
pagana
y te
adentras conclusa,
locuaz
en el misterio.
El caso
es que hace un rato
me he
cruzado contigo.
Caminando
ibas cerca
de
donde caminaba,
de
manifestación,
junto a
los anarquistas.
Durante
unos segundos
me he
fijado en tu porte.
Ibas
radiante como
esta
revolución
que
inminente se forja.
Conversabas
alegre,
perspicaz
y atrevida.
Ahora,
el voluble azar,
ha
estimado volver
a
encontrarnos ajenos
uno del
otro.
Tú,
allí sentada.
Yo,
aquí en el bar.
Aunque
no te conozco
he
creído conocerte
desde
toda la vida
y he
querido escribir
el
testimonio
de tu
figura.
Justo
en ese momento
un
fotógrafo pasa,
y al
quedarse prendado
de tan
intensa imagen,
te
pregunta si puede
hacerte
algunas fotos.
Asientes
ruborosa.
No
posas. Sin embargo,
intuyo
que te encanta.
Pareces
ser consciente
de la
atención secreta
-simbólica
en la tarde-
que
despierta la estampa.
Se
despide el fotógrafo
agradeciendo
el gesto.
Al rato
llega un chico,
os
besáis sonrientes
y os
vais por la ciudad.
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