viernes, 26 de octubre de 2018

LEOPOLDO AYALA





Alrededor de tus piernas



I

Quién probaría que a través de mi puerta ensanchada como guante al paso del tiempo,
habitúen los rostros que se han intentado uno después de otro,
útiles a economizar el descubrimiento que llevan consigo;
desde la fina memoria de los dedos,
a lo mejor que se entra por la boca.

La calle de mi puerta está vacía demasiado de prisa,
su cabeza desnuda ha desollado el rostro.
Contra el miedo es tarde asegurarse de no morir donde no hay nadie.

Existen la certeza y esta curvada forma que te escapa,
muda voz que hace siempre la vida.

Eso no más y su curso de zumo por el mundo cantando a gritos,
contando sin parar la enfermedad que sufre,
la cambiante lividez que sabe la concavidad de su destino
y trepa todo lo que lleva de singular tu cuello,
tu cuello, ermitaño silencioso de oración líquida de tacto,
heredero cómplice de sentirse de tantas partes.
Tus clavículas profundas huellan esa cara que llevé tanto tiempo.

Todos los rostros dejaron canelas en mis manos.
Después todo fue acarrear el agua del deseo,
componer la red de tu cuerpo,
ejercitarme en tu quehacer de rigurosa expiación
y ahondar para saber si realmente he existido
y los notarios registran mi nacimiento,
o sólo digo cuánto he vivido
y cuánto he muerto
y toda la muerte que he vivido. (Y el que puede amar no es malvado y yo te amo, me dijiste.
Acto de revelación parecido a tu cuerpo.)

Si todo después de siempre bascula la vida,
cuántos millones de bocas, góticas selvas
medularían hasta llegar a las huestes calladas de la labranza del cuerpo.

Nada estaba cumplido antes de que yo te dejara.

La carne es vigía aluzada de su muerte propia,
inventa el ansia errante, está al borde
y teja únicamente la realidad que la devuelva.

Descansan pues en ti estos rostros inumerables,
los hombres y mujeres que los llevan subjuntivos.
Poco significa saquear la vida
sin tender el cuerpo y quedar el movimiento de ciudades,
el espacio de las alas y yuntar los misterios aclarados
y las graves transformaciones y poder pensar en todo esto.

Porque el poema no es obligar invisible lo visible
sino hincar objetos en cada esencia
y llamar cada cara por su verdadero nombre,
aquel
que nunca esperó tener.
La vida misma puede claustrar los ojos al poema


II

Mi cuerpo se ha cansado de seguirme.

Descolorido pero dándome siempre lo que ha de ser
leí una vez todos estos poemas fatigados de cabecear,
alguien detrás de ellos temblaba de instante y se apretaba el cinturón,
y con un sólo asalto resonaba su recta conciencia casi mesa servida;
(Cuando tenía 9 años murió mi padre y Huidobro,
grillo viejo cuya palma permanece aún abierta
y no cesa de tener hambre,
pueblo sombrío que campana de hermosura todos los pueblos.
y no supieron decirme con las manos cuándo parto.)

Todo está bien me dije, pero en la vista del ciego no hay misterio sino la realidad agravada por los ojos no abiertos, traducción agachada, apolillada y nueva del universo, perro labrador de crueles batallas, atenta ilustración casi mapa del cuerpo


III

Y sentí la sangre,
toda la sangre como una pantera húmeda de tu espacio,
de tu negra selva hincando sus ramas,
hundiendo en los muslos su espesa tribu en desbandada;
único lugar donde me pongo y me planto y digo:
que talo con la carne extendida y con todo cuidado,
independientemente de mi pobreza más amiga,
la llaga que con su doblar bien a las gentes
todo lo vio y dolió sin pensar ni querer.
(Porqué decir el cuerpo, hay que hacerlo sentir en el poema.)

El murciélago de tu lengua amenaza acabarse mudo
y mis uñas convertidas en mejillas son escobas fatigadas
barriendo el resbaladizo musgo amasado al bramido de mis dedos.
Mis labios son yedras de sangre que mueren tu esqueleto.
Como una fruta bestial cuelgo tu cuerpo del crimen ardoroso del que no
        llega
y finalmente queda en el camino.

El poseerte y no poseerte por completo,
el alarirte y no,
el hacerte mía y si no te miro,
hace este sacudimiento que duela como dos.
Hasta el temblor temido relincha este casco que separa tus piernas,
nudo vivo que descansa llevado por íntimos gestos.
Toda una ciudad creada junta,
contraída al endurecimiento de los vientres.


IV

Esta es mi carne y su trato se cierra con la voz demasiado oída de mi,
astilla las manos hirientes de mis dedos casi a fuerza,
semejante a la cerradura que mella con sus muslos
la entrada de su cuerpo pleno al muro,
imitando un goce de libertad casi en sus bordes,
y regresa la calle de los senos de yeso;
y la culpa apegada a ojos de hembra vence la savia nutricia de mis
        formas de hombre.
Hasta sus huesos de mujer exilan al látigo de las crines del cuerpo.


V

Amanece y tus piernas más profundas silban la mañana
y trenzan su gran jugada entre las sábanas.
El torreón de tus muslos se tiene en pie como por un milagro
y el metal de mis piernas anilla el arco que lo sostiene
como puente colgante.
Duramente mi estancia memoria los escondrijos de la entrada de tu piel.

El tropel anterior levanta su eternidad en vilo.
Mi respiración está aquí: cualquiera,
y siempre me espera tu cuerpo rotundamente humano.
Nada tuyo me es ajeno.
Dependo de cuanto me circundas
y transites y no separes tu nuca de la tierra.
Presiento tu lugar exacto en que extravianne;
el escenario absoluto, la orilla, el vínculo, la trabazón.
Mi cuerpo salva tu presente.


VI

Ansias meses miro tu muslo hermano.
Enormente canto cerca de la pendiente de tu vientre.
Tiro contra ti y sin nada pero cerca desuno tu deseo
y lo hago nervioso de fatigarlo entre mis puños.
Tu deseo que dio a luz lo que sirvió para mirar bien
lo que habrá ahora de mí
y levantanne y rehacerte de lo que se me de
quebrando lo que conste de mí y no pensar sino en todo esto
y no es destrucción, porque al llegarte
doy tu salvación por lo que podría mentir;
y tanto como alguna vez arrebató tu primera caricia
y silencio por haber sido así,
y causó lo más puro que jamás asomó a mis labios.

Qué valor es aquel cuando todo lo has cierto
porque lo has visto tanto,
y no sabe cuándo ni cómo invalidar mi nombre,
y se ata a mi cuello desprendiéndome de todos y del mundo que dejas. Tal vez nací para ser cítara del cuerpo.


VII

Bueno es que en tu busca partiste,
y retomaste para mí todo el asombro que cobramos juntos
y que arrastro a mi lado vuelo al toque,
acostado contigo todavía,
con estas extremidades inferiores apacibles,
infames resonancias de mi tanteo a tu virginal opacidad;
este amoroso doblar mis soledades
hasta esperar lo que imagine tu culpabilidad rotunda.

Es todo en ti distinto porque en tu olor incompleto
habla la impiadosa celda que potra tu cuerpo
y troza sus fuelles en mis riscos.
Imágenes piedras de tu miedo y mucho menos
y tu camino cuerda y pan oscuro.

Ahora se por qué son las tardes de mi vida
y las muertes de tantos cristos en mi cuerpo,
y este doblar,
este doblar que agrupa el castigo que crece y combate y trabaja,
desamordazante a tus senos de cierva concebida a saltos.
Que es por tu cuerpo que agacha su masculina ingle el árbol contra el
fruto.
Que es por tu cuerpo que campesina tu espalda al ahínco que esfuerza hasta el aliento.


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