Chapultepec
Me
levantaba muy temprano para
correr
—por media hora— en la alameda
del
bosque de Chapultepec. Me queda
en
el memoria la presión tan clara
del
trote cuando entraba en la arboleda
y
la ola del verdor contra la cara
me
divertía como si saltara
a
otra velocidad sobre la rueda
inmóvil
de las cosas: el sonido
del
aire, el golpe de mi propio impulso,
la
sangre divirtiéndose en los ojos.
Realizaba
sediento el recorrido:
manos
sudadas y agitado pulso
y,
desde luego, los cachetes rojos.
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