viernes, 11 de octubre de 2019

CARLOS MONTEMAYOR





Memoria del verano



Era la tierra húmeda,
el caballo que pastaba,
el sonido del viento cuando la tarde era una sola vida,
la soledad que era la presencia real de las colinas y la hierba.
Era el verano. El azul se extendía como tierra de
promisión.
El sonido del viento en las colinas
era una reunión de fiesta, de mujeres cantando,
de niños bajando de los muros de iglesias envueltos en risas.
El viento sonaba a rebato sobre las piedras y los árboles y volaban los cuervos.
Las colinas doradas, ardientes, cual pechos de mujeres
que se han despojado de sus blusas,
se elevaban como la respiración de una amiga.
Me detuve bajo un árbol.
Se detuvo el día, la mente, el ruido de la tierra convertida
en sendero,
las piedras, las campanas de una aldea cercana.
Sólo seguí oyendo el viento,
como si se elevara la tierra de mis abuelos, de mis padres,
los recuerdos de mi infancia en esas mismas colinas,
las horas impasibles del verano.
El viento arrastró pensamientos, ruido, tierra,
y más allá, en la colina, vi cómo se posaron
sobre el polvo del silencio,
en el dorado lecho del verano que no es preciso recordar,
porque esperan, porque allá, en la colina que no veo,
esperan.


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