Memoria del verano
Era
la tierra húmeda,
el
caballo que pastaba,
el
sonido del viento cuando la tarde era una sola vida,
la
soledad que era la presencia real de las colinas y la hierba.
Era
el verano. El azul se extendía como tierra de
promisión.
El
sonido del viento en las colinas
era
una reunión de fiesta, de mujeres cantando,
de
niños bajando de los muros de iglesias envueltos en risas.
El
viento sonaba a rebato sobre las piedras y los árboles y volaban los cuervos.
Las
colinas doradas, ardientes, cual pechos de mujeres
que
se han despojado de sus blusas,
se
elevaban como la respiración de una amiga.
Me
detuve bajo un árbol.
Se
detuvo el día, la mente, el ruido de la tierra convertida
en
sendero,
las
piedras, las campanas de una aldea cercana.
Sólo
seguí oyendo el viento,
como
si se elevara la tierra de mis abuelos, de mis padres,
los
recuerdos de mi infancia en esas mismas colinas,
las
horas impasibles del verano.
El
viento arrastró pensamientos, ruido, tierra,
y
más allá, en la colina, vi cómo se posaron
sobre
el polvo del silencio,
en
el dorado lecho del verano que no es preciso recordar,
porque
esperan, porque allá, en la colina que no veo,
esperan.
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