A Félix
En
esta casa de piedras,
cada domingo trato de ponerle orden a mi vida.
Siempre
suelo comenzar por mis libros:
los limpio con un trapito decolorado,
los abrazo,
los huelo,
releo sus páginas
y mis dedos se enredan entre ojeada
tras ojeada.
Para
evitarme complicaciones,
los ordeno en tres categorías:
Leídos, No leídos y Para regalar.
Por
cuestiones de espacio
y tendencias obsesivo-compulsivas,
me es necesario hacerlo de esta manera.
La semana pasada,
encontré un libro de Khalil Gibran
que me regalaste hace siete años.
Estaba lleno de anotaciones,
y de inmediato supe que era tuyo
porque no soy de escribir sobre los libros.
Leí
todas tus notas,
observaba tu letra temblorosa en tinta azul
(escrita con un Kilométrico
Paper Mate, quizás)
y te imaginé escribiendo
en medio del calorón asfixiante
típico de la casa de la abuela,
mientras las gotas de sudor bajaban a carreras
para ver quién llegaba primero
hasta tu cuello arrugado.
Al terminar de leer tus anotaciones,
me quedé sonriendo con la misma ternura
de cuando en mi infancia
te fastidiaba cada vez que pintabas
las paredes aguamarinas
en el apartamento de Parque Aragua,
¿te acuerdas?
O cuando por las tardes de junio
te escuchaba hablar
y coincidíamos en lo de estar locos de atar
por decir la verdad.
Entonces,
agarré el libro
y creé la cuarta categoría
de “No regalar”.
Después
de todo,
fue lo único que le dejaste a esta tonta,
quien —inútilmente—
cada domingo
sigue tratando de ponerle orden
a su vida.
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