Alergias
No
deja entrar al gato que, tras la puerta de cristal,
le
señala el corazón.
El
hombre se pasa todo el año solo
y se
ha hecho amigo del gato del vecino.
Le
arroja sardinas en la nieve,
le
da de beber el agua de su brújula
y
hasta hacen la siesta juntos.
El
gato, por ello, lo mira confundido.
Esta
vez nos alojaremos en su sótano,
donde
aún habita el miedo de las enfermeras de guerra
(que,
en la oscuridad, ven brillar mis heridas).
Los
aullidos del gato nos persiguen.
No
lo deja entrar, porque ella, su hija,
es
alérgica a ellos.
Deshacemos
las maletas,
como
si nos desasiéramos
a
nosotros mismos.
La
cena está servida, subimos
y
nos sentamos a charlar.
Putin,
las bombas sobre Gaza
y el
zorro que acabamos de ver en el bosque
ocupan
nuestras bocas.
«Cierta
vez, sí, ese hombre negro,
vino
corriendo a la consulta,
se
le había
despegado la
oreja
y se
le resbalaba por la mejilla.
Una
mujer que iba en el metro
se
puso a chillar como una hiena,
she
fainted»,
nos
cuenta él, imitando en inglés
la
voz del afroamericano,
un
cliente al que le hizo una prótesis de oreja.
Reímos
mientras parte de mí
se
imagina la vida como una prótesis,
como
algo que no es nuestro
y
que se nos resbala.
Ayudo
a recoger el servicio y otra vez lo veo:
el
gato mirándonos
tras
la puerta de cristal de la cocina.
Esta
vez me señala a mí el corazón,
que
cae sobre la nieve
como
una sardina congelada.
De pronto
descubro que soy yo
el
que os mira desde fuera
mientras
que tu padre y tú resplandecéis
como
dos animales que acaban de nacer
desde
la misma
grieta.
No
cabe duda, así como «escribir»
es
borrar palabras, desaparecer
es
la mejor forma de estar en todas partes.
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